Pagar impuestos es una de las obligaciones
sociales que se incumplen más a menudo o, en todo caso, se cumplen de peor
gana. Es la única obligación que a los españoles nos exige la Constitución. Bueno,
realmente nos impone dos, la segunda es la de contribuir a la defensa de la
patria, si bien desde que se abolió el servicio militar obligatorio, ha quedado
desdibujada.
Los impuestos son indispensables para la
existencia y funcionamiento de los servicios públicos, financiar las
infraestructuras y ayudar a la redistribución de la renta, a fin de evitar la
desigualdad extrema de las familias. Son, en definitiva el principal
instrumento de que dispone el Estado para justificar su razón de ser. Por eso se
ha dicho, con razón, que los impuestos son lo que pagamos por vivir en un país
decente.
Para combatir la natural resistencia de los
ciudadanos al cumplimiento de sus deberes tributarios, la ley que los exige
debe cumplir ciertos requisitos como constan en el art. 131 de la Carta Magna, tales como
equidad, progresividad, proporcionalidad y eficiencia. Frente a estas
exigencias, el contribuyente está legitimado para reclamar a la Administración
que el gasto sea aplicado a los objetivos marcados por los representantes del
pueblo libremente elegidos, que se eliminen los gastos suntuarios mientras
existan colectivos sociales en estado de necesidad, y todo en un plano de publicidad,
transparencia y rendición de cuentas.
En cumplimiento de tales objetivos, los
Estados se dotarán de mecanismos legales que dificulten, impidan y, en todo
caso, sancionen a los contraventores. La defraudación fiscal es un delito
contra el Estado, un robo a todos, por más que no siempre sea contemplada como
tal legalmente. Si los que más tienen omiten su contribución, los demás verán
incrementadas sus cargas fiscales.
Tales comportamientos ilícitos no tienen
una penalización semejante a otros delitos comunes, sin que se aporten razones
convincentes que justifiquen la diferencia de tratamiento.
He aquí algunos ejemplos al respecto: El
hurto es una falta si los sustraído tiene un valor que no supera los 400 euros.
Pero a partir de esta cantidad se convierte en un delito susceptible de llevar
aparejada pena de prisión. El fraude fiscal solamente se configura como delito
a partir de 120.000 euros, tras un largo proceso garantista, y en caso de
condena el autor puede fraccionar la deuda. Antes de la implantación del euro
en 2000, el límite para delinquir por fraude fiscal eran quince millones de
pesetas (alrededor de 88.000 euros) y el plazo de prescripción, de cinco años.
Con la nueva moneda el tope pasó a 120.000 euros y la prescripción se recortó a
cuatro años. El fisco se muestra generoso con quienes rehúyen su aportación al
erario.
Cuando un ladrón es detenido “in fraganti”,
su nombre aparece en la crónica de sucesos, mas si se trata de un defraudador,
su nombre no se menciona en los medios de comunicación. Y cuando Hacienda
decretó la amnistía fiscal , sus beneficiarios no vieron publicados sus datos
personales ni lo que pagaron, anonimato que también se concedió a los integrantes de la lista de
659 evasores que fueron denunciados por el ex empleado del HSBC, Hervé Falciani,
por haber abierto cuentas ocultas en
aquella entidad.
Para acabar con el anonimato de los delincuentes
fiscales, el ministro Montoro (el padre de la amnistía fiscal) amenazó con
hacer pública la relación de deudores a Hacienda después de ofrecerles un
cómodo plazo para regularizar sus cuentas. Finalmente la fecha se pospuso al 1º
de enero de 2016 incluyendo solamente a aquellos cuyo débito exceda de un
millón de euros.
El derecho a la privacidad existe pero no
su universalidad. Que somos iguales ante la ley lo proclama la Constitución
pero que alcance a todos es otro cantar. Como las leyes no están hechas por los
ricos, es natural que no les beneficien.
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