Lo que sucede en Ucrania es uno de los
mayores quebraderos de cabeza que tiene planteado Europa y una tragedia para la
población de ese país, castigado por los horrores de una guerra civil. Para entender
lo que allí ocurre es preciso remontarnos a los orígenes históricos.
Cuando Ucrania formaba parte de la URSS como una de sus
repúblicas federadas, se le incorporó la península de Crimea, en cuyo puerto
principal, Sebastopol, estaba y sigue estando la base de la flota rusa.
En 1991, al producirse la disolución de la Unión Soviética muchas de sus
repúblicas, entre ellas la de Ucrania adquirieron la independencia. Tras
prolongadas negociaciones, la nueva Rusia sigue utilizando el puerto mediante
un acuerdo de arrendamiento. Hasta aquí, todo normal. En abril del pasado año
una manifestación popular obligó al presidente constitucional a huir y
refugiarse en Moscú. Fue un golpe de Estado con la aquiescencia de Occidente
que traería graves consecuencias. Esta es la relación escueta de los hechos
bien conocidos por recientes. Pero aparte está la intrahistoria de los
intereses geoestratégicos de las dos superpotencias. EE.UU. y Rusia, que
condicionan la orientación de los acontecimientos. Al desaparecer el comunismo
soviético, el nuevo régimen eliminó el Pacto de Varsovia, lo que podía haber
llevado a tomar la misma medida con respecto a la OTAN, la desaparición de la
guerra fría y el comienzo de una era de paz a largo plazo. Empero, la organización
militar de Occidente no solo no se extinguió sino que amplió su radio de acción
a costa de desvirtuar el significado del nombre y de mantener un clima de
desconfianza entre las dos potencias poseedoras de los mayores arsenales
nucleares.
La política exterior norteamericana a
través de la OTAN,
bajo el mando de un militar de esa nacionalidad, incorporó como Estados miembros a varias naciones de Europa oriental y
proyectó la instalación de una red de antimisiles bautizada como guerra de las
galaxias, con el pretexto de la amenaza de Corea del Norte si bien todo el
mundo interpreta que está dirigida
contra Rusia, que se encuentra con sus
enemigos potenciales apostados en sus
fronteras mientras EE.UU los tiene a 10.000 kilómetros
de distancia.
Para completar la política de acoso faltaba
la adhesión de un peón fundamental, Ucrania, un país dividido entre la parte
oriental de habla y atracción rusa y la occidental de habla ucrania y vocación
europea. Ambas dependientes del suministro energético de Moscú. El gobierno de
Kiev pretendía su adhesión a la Unión
Europea como primer paso para el ingreso en la OTAN, pero el presidente
cambió de opinión y se inclinó por la alianza con Rusia. La reacción
prooccidental se tradujo en manifestaciones populares que obligaron a la huida del
presidente Viktor Yanukovich.
De llevarse a cabo los planes del gobierno
salido del golpe de Estado, Rusia no solo tendría los tanques de la OTAN en sus fronteras sino
que su escuadra tendría su base en territorio hostil, situación que ninguna
nación consideraría tolerable. La respuesta rusa fue organizar un
seudorreferéndum en Crimea que concluyó con la adhesión de la península,
seguida de la secesión de las provincias
orientales de Donestk y Lugansk apoyadas por el Kremlin y el estallido de la
guerra civil que ya ocasionó 6.000 muertos, centenares de miles de desplazados
y grandes destrucciones en un país abocado a la bancarrota.
Tal es la situación actual en la que
Ucrania pone los muertos y su destino se decide en las cancillerías de Moscú,
Washington, París y Berlín, y al fondo la rivalidad ruso-estadounidense. El
antagonismo bipartito hace más insolubles otros conflictos como la guerra civil
de Siria, el éxito de las negociaciones con Irán y la lucha contra el Estado
Islámico. La UE, por su parte, con tantas voces como socios, se limita a seguir
las directrices de Washington.
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