lunes, 23 de marzo de 2015

Educación para la paz



    Si preguntáramos a cualquier segmento de la población por sus preferencias entre la paz y la guerra, es más que probable que la inmensa mayoría se pronunciaría por la primera, sin distinción de edad, sexo o clase social, de lo cual se infiere que las guerras se desencadenan contrariando la voluntad de la ciudadanía. Sin embargo, la historia nos muestra con ofuscante claridad que en todo lugar y tiempo, los pueblos han pasado buena parte de su vida guerreando con sus vecinos, cuando no con los propios hermanos.
    Conscientes los gobiernos del rechazo popular que suscitan las contiendas bélicas, pervierten el lenguaje y cambian las palabras pero no el significado. Hasta no hace muchos años, los gobiernos contaban con un ministerio de la Guerra; ahora el ministerio se llama de Defensa pero su tarea es la misma.
    Las razones con las que se intenta justificar los conflictos bélicos se agrupan en políticas y religiosas. Las primeras obedecen al deseo de apropiarse de bienes o territorios ajenos. El petróleo, por ejemplo está en el origen de incontables luchas cruentas.
    En cuanto a las motivaciones religiosas -que a veces ocultan otras intenciones- han hecho correr ríos de sangre. Las dos religiones monoteístas basadas en la Biblia (cristianismo e islam) se caracterizan por su proselitismo, y este afán las ha llevado a la captación de creyentes por las buenas o por las malas.
    Primero fueron los seguidores de Mahoma que expandieron su religión a sangre y fuego hasta ocupar los Santos Lugares, que para ellos son también sagrados. Después vinieron las cruzadas para arrebatárselos, bajo el lema “Dios lo quiere”. Las guerras de religión se hicieron y se hacen invocando a Dios, y en su nombre se cometen las mayores atrocidades. En nuestro país, los sublevados en 1936 contra la República calificaron la Guerra Civil de cruzada contra los infieles, sin que importara que incluyeran en sus filas a moros musulmanes. Hasta los nazis pregonaban “Gott mit uns” (Dios está con nosotros). En nuestros días una rama rigorista del Islam se siente atraída por la “yihad” o guerra santa contra los infieles que somos todos los que no comulgamos con el Corán.
    Frente a las tendencias al uso de la violencia, lo que la lógica, el sentido común y la justicia demandan es la difusión de ideales pacifistas y la proscripción de la guerra que, como afirmaba Luis Vives, asemeja al hombre a las bestias. Sería muy deseable que los gobiernos diesen todo su apoyo a la educación para la paz en todos los niveles de la enseñanza, encomendando la elaboración de los programas a un equipo de filósofos, sicólogos y sociólogos para enseñar a nuestros hijos a sentirse ciudadanos del mundo, miembros conscientes de una patria común, individuos de una única especie a la que la naturaleza somete a duras pruebas que requieren la cooperación para enfrentarse a ellas.
    La asignatura para la paz daría normas para el respeto de los derechos humanos, recetas contra la intransigencia y la intolerancia, y por supuesto, el odio, el resentimiento y la envidia que envenenan las relaciones humanas. El ámbito de aplicación se extendería a las universidades y las academias militares, donde se estudiarían los principios de la polemología como método de solventar los conflictos por vía pacífica.
    La humanidad ha dado pasos de gigante en la consecución de una vida más rica, más cómoda y satisfactoria, pero no hemos aprendido a compartirla con los demás en paz y armonía. Llenar esa brecha propiciaría hacer realidad el sueño de Kant, la paz perpetua.

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