Si preguntáramos a cualquier segmento de la
población por sus preferencias entre la paz y la guerra, es más que probable
que la inmensa mayoría se pronunciaría por la primera, sin distinción de edad,
sexo o clase social, de lo cual se infiere que las guerras se desencadenan
contrariando la voluntad de la ciudadanía. Sin embargo, la historia nos muestra
con ofuscante claridad que en todo lugar y tiempo, los pueblos han pasado buena
parte de su vida guerreando con sus vecinos, cuando no con los propios hermanos.
Conscientes los gobiernos del rechazo
popular que suscitan las contiendas bélicas, pervierten el lenguaje y cambian
las palabras pero no el significado. Hasta no hace muchos años, los gobiernos
contaban con un ministerio de la
Guerra; ahora el ministerio se llama de Defensa pero su tarea
es la misma.
Las razones con las que se intenta
justificar los conflictos bélicos se agrupan en políticas y religiosas. Las
primeras obedecen al deseo de apropiarse de bienes o territorios ajenos. El
petróleo, por ejemplo está en el origen de incontables luchas cruentas.
En cuanto a las motivaciones religiosas
-que a veces ocultan otras intenciones- han hecho correr ríos de sangre. Las
dos religiones monoteístas basadas en la Biblia (cristianismo e islam) se caracterizan por
su proselitismo, y este afán las ha llevado a la captación de creyentes por las
buenas o por las malas.
Primero fueron los seguidores de Mahoma que
expandieron su religión a sangre y fuego hasta ocupar los Santos Lugares, que
para ellos son también sagrados. Después vinieron las cruzadas para
arrebatárselos, bajo el lema “Dios lo quiere”. Las guerras de religión se
hicieron y se hacen invocando a Dios, y en su nombre se cometen las mayores
atrocidades. En nuestro país, los sublevados en 1936 contra la República calificaron la Guerra Civil de cruzada contra
los infieles, sin que importara que incluyeran en sus filas a moros musulmanes.
Hasta los nazis pregonaban “Gott mit uns” (Dios está con nosotros). En nuestros
días una rama rigorista del Islam se siente atraída por la “yihad” o guerra
santa contra los infieles que somos todos los que no comulgamos con el Corán.
Frente a las tendencias al uso de la
violencia, lo que la lógica, el sentido común y la justicia demandan es la
difusión de ideales pacifistas y la proscripción de la guerra que, como
afirmaba Luis Vives, asemeja al hombre a las bestias. Sería muy deseable que
los gobiernos diesen todo su apoyo a la educación para la paz en todos los
niveles de la enseñanza, encomendando la elaboración de los programas a un
equipo de filósofos, sicólogos y sociólogos para enseñar a nuestros hijos a
sentirse ciudadanos del mundo, miembros conscientes de una patria común,
individuos de una única especie a la que la naturaleza somete a duras pruebas
que requieren la cooperación para enfrentarse a ellas.
La asignatura para la paz daría normas para
el respeto de los derechos humanos, recetas contra la intransigencia y la
intolerancia, y por supuesto, el odio, el resentimiento y la envidia que envenenan
las relaciones humanas. El ámbito de aplicación se extendería a las
universidades y las academias militares, donde se estudiarían los principios de
la polemología como método de solventar los conflictos por vía pacífica.
La humanidad ha dado pasos de gigante en la
consecución de una vida más rica, más cómoda y satisfactoria, pero no hemos
aprendido a compartirla con los demás en paz y armonía. Llenar esa brecha propiciaría
hacer realidad el sueño de Kant, la paz perpetua.
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