Todo indica que la guerra es una
característica indisociable de la naturaleza humana, mas no por ello deja de
ser una aberración que los humanos, en tanto seres racionales, podemos y
debemos corregir.
Cuando finaliza un conflicto bélico nos horrorizan
los estragos producidos y los sufrimientos causados y nos proponemos que sea el
último, e incluso creamos instituciones internacionales que cumplan ese
propósito. Así nació la
Sociedad de las Naciones al terminar la
I Guerra Mundial, pero no pasaron más de
veintiún años para que se borrara el recuerdo y comenzase la
II G.M., más mortífera que la primera. Otra
vez se repitió el proceso y en 1945 se creó la Organización de
Naciones Unidas cuya impotencia se puso de manifiesto en 1992 con las guerras
de la antigua Yugoslavia. Esta vez el período pacífico fue más duradero, pero
solo aparentemente, pues apenas terminadas las hostilidades se inició la guerra
fría que duró hasta 1991.
La
ONU sigue viva, lo que no impide que su eficacia pacificadora
haya ido perdiendo impulso, que haya envejecido y que todos reconozcan la
necesidad de urgentes reformas sin que los deseos se cumplan por la oposición
de las que fueron llamadas cinco “grandes potencias”, que por un lado
intentan resolver los conflictos por su
cuenta y por otro se niegan a renunciar a su privilegio de ser miembros
permanentes del Consejo de Seguridad y de ostentar el derecho de veto que lleva
en muchos casos a la inoperancia de la Organización.
Por la degradación de la política internacional
nos hallamos de nuevo inmersos en los mismos hábitos que condujeron a los
desastres anteriores, cumpliéndose la sentencia de George Santayana de que los
pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla.
Este razonamiento explicaría que sigamos
cometiendo los mismos errores, y muchas naciones se hayan embarcado en una
carrera armamentística que absorbe ingentes cantidades de recursos, precisamente
cuando la crisis económica sigue generando pobreza entre las clases más
vulnerables. En 2014 el gasto militar ascendió a un billón de dólares, de los
que correspondieron a EE.UU. el 50%, seguido a distancia por China con 129.000
millones y Arabia Saudi con 81.000 millones.
La justificación del gasto se fía por cada
gobierno a la necesidad de asegurar la defensa nacional, si bien se ocultan los
intereses de lo que Eisenhover denominó el complejo militar industrial que copa
los contratos de investigación y fabricación de armas. A la labor de promoción
del armamentismo coadyuva el estamento militar, siempre ansioso de contar con nuevos ingenios de mayor potencia
destructiva o de efectos más letales.
El medio de que se valen los impulsores del
crecimiento militar es detectar o apoyar un conflicto político entre dos o más
naciones vecinas entre sí y transformarlo en una conflagración. A continuación,
los representantes de la industria armamentística, en competencia con los
traficantes, verdaderos mercaderes de la muerte, ofrecen a uno de los gobiernos
implicados su mercancía y después hacen lo mismo con el contrario para que éste
no se sienta en inferioridad de condiciones. Así convierten en clientes a los
dos adversarios potenciales.
Cada vez que una nación renueva o amplía
sus arsenales, la limítrofe se considera obligada a hacer lo mismo, aunque
tenga que sacrificar necesidades más urgentes de su población. Como acuñó
Hitler, hay que escoger entre cañones o mantequilla.
Un ejemplo entre otros del proceso descrito
se desarrolla actualmente en Asia. China prevé para este año un crecimiento del
7% del PIB, el más bajo de los últimos veinticinco años. Ello no es óbice para
que aumente el gasto militar un 10%, lo cual provoca suspicacias y temores en
otros países de la región, particularmente en Japón e India que por su parte
incrementa su armamento mientras la industria, especialmente norteamericana, se
frota las manos y hace cálculos de la ganancia que espera.
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