Entre las muchas reformas estructurales
que se echan de menos en España, ocupan un lugar destacado las que guardan
relación con la administración de justicia. Es inadmisible la escasa atención
que se les presta, la preterición de sus demandas y el inveterado
conservadurismo de su regulación.
Bastaría confirmar lo dicho con el increíble
retraso en actualizar leyes tan básicas como el Código Civil, el Código de
Comercio o la ley de Enjuiciamiento Criminal, todas ellas promulgadas en el
siglo XIX. La ley de Enjuiciamiento Civil, de la misma época, hubo de esperar
al año 2000 para ser sustituida por otra. Gran parte de lo allí establecido
está desactualizado o es anacrónico, como es lógico, si tenemos en cuenta los
cambios de toda índole que se sucedieron desde entonces y los avances espectaculares,
sobre todo en materia de comunicaciones. Solamente el ferrocarril daba sus primeros
pasos para facilitar el transporte de viajeros y mercancías, y el resto se hacía
en diligencias tiradas por caballos. No se conocía el automóvil, ni la
aviación, ni los trenes de ahora se parecen a los que circulaban más de cien
años atrás.
Las transformaciones que se han operado en
las formas de vida, la convivencia y la actividad económica y comercial, chocan
con la vigencia (aunque corregida parcialmente) de disposiciones claramente
obsoletas, y por tanto, ajenas a la realidad actual. No es extraño que el
presidente del Consejo General del Poder Judicial, declarase recientemente que
las leyes vigentes están pensadas para el ladrón de gallinas pero no para los
ladrones de guante blanco. Dada la autoridad de quien así opina, su testimonio
es de peso.
Si de las leyes que regulan la impartición
de justicia pasamos a considerar los medios personales y materiales de que
dispone el sistema judicial, resaltan con ofuscante claridad las carencias que
sufren ambos capítulos, lo que incide en la disfuncionalidad y constituye una
de las causas de la desesperante lentitud que acusan la instrucción de los
sumarios y el pronunciamiento de las sentencias. Es bien conocido que la
proporción de jueces y fiscales (y del personal en general) es inferior al
promedio de los países de nuestro entorno, lo que urge corregir.
Por lo que se refiere a los locales de gran
parte de los juzgados, la imagen que dan es deplorable, casi tercermundista.
Esta deficiencia se acusa especialmente en las instalaciones de archivos y
depósitos de pruebas sumariales. El 22 de diciembre actual “El País” publicó
una foto de los aseos del juzgado de Torrejón abarrotados de cajas, con
evidente peligro de deterioro de pruebas e incomodidad para el personal.
A todo ello hay que añadir la notable
demora en la incorporación de las nuevas tecnologías en las sedes judiciales.
No parece sino que la administración de justicia sea la cenicienta de la Administración.
El traspaso de la competencia a varias autonomías no ha
servido para mejorar la situación. Como no ha servido tampoco el aumento de las
tasas judiciales, triste herencia del paso de Ruiz-Gallardón por el ministerio.
Todo lo que se diga de la necesidad de
contar con un sistema de justicia independiente, rápida y eficiente, es poco,
pues se trata de un elemento indispensable del Estado de derecho, y más en
estos tiempos en que la corrupción se extiende como la lepra de la democracia.
De ahí la responsabilidad de los otros dos poderes, el ejecutivo y legislativo,
en que dichas condiciones se cumplan. El poder judicial es el último baluarte que
le queda a la ciudadanía para defenderse de los abusos, injusticias y tropelías
a que está expuesta. Donde la justicia no funciona, no hay a quien recurrir.
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