Emilio Botín, considerado el hombre más
poderoso de España, presidente de uno de los mayores bancos del mundo, falleció
de repente, víctima de un infarto de miocardio, en la noche del miércoles 10 de
septiembre de 2014, a los 79 años de edad, cuando gozaba aparentemente de buen
estado de salud.
Al margen de las luces y sombras que
concurrían en su persona, tomo su fallecimiento como pretexto de unas breves
reflexiones en torno al principio y el final de la vida. Lo primero que evoca la
muerte inesperada del banquero cántabro, es que con frecuencia se presenta por
sorpresa, como el ladrón de que habla el pasaje evangélico. Nada hay que pueda
demorar o desviar el rayo helado por más precauciones que tomemos, por más que cuidemos
la salud, por más ejercicio que hagamos. Todo ello se daba por supuesto en el
caso de nuestro hombre.
Tal vez pensaba cumplir 80 años para
comunicar su sucesión al mando del Banco Santander, pero la Parca, que no se ocupa de
nuestros propósitos,
intervino
y su plan falló por veinte días de diferencia. La misteriosa y veleidosa muerte
es la máxima expresión del azar temporal y de lo ineluctable de su
acaecimiento, y como consecuencia, de nuestra tremenda vulnerabilidad. Quizás
creyó tener varios años de vida por delante pero no tuvo en cuenta que todos
los mortales tenemos sobre nuestra cabeza la espada de Damocles.
Por efecto de la fragilidad de nuestra
existencia, la vida es tan breve que por mucho que se alargue en términos
humanos, siempre nos parecerá demasiado corta. Así lo expresó el tango “Volver”
de Alfredo le Pera al decir que la vida es un soplo y veinte años no es nada. Ni
veinte ni cincuenta ni ochenta. Por muchos años que hayamos cumplido, cuando
llega la hora de partir, el viaje realizado nos parecerá de escaso recorrido.
Ante la realidad del principio y fin de la
vida, se impone la pregunta radical, ¿qué hacer? La lección la tenemos
constantemente ante los ojos, pero somos incapaces de aprenderla. No vivir
demasiado apegados a las cosas de este mundo. Librarse de la atracción fatal de
la riqueza y el poder, causas de tantas perdiciones. Cuidar los efectos de
nuestros actos y mirar con empatía a los demás, especialmente a quienes sufren
los rigores del infortunio, y concienciarnos de que todos somos tripulantes del
mismo barco.
Si observamos estas sencillas normas de
conducta habremos descubierto el sentido de la vida y desempeñado dignamente
nuestro papel, y nuestra vida no habrá sido inútil.
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