Desde hace nueve meses, Ucrania se ha
convertido en escenario de un conflicto soterrado entre Rusia y EE.UU,
secundado este último por la UE
que, a falta de política propia, desempeña el papel de comparsa. Los ucranios
se matan entre sí sin caer en la cuenta de que sirven intereses ajenos.
El origen del problema interno fue un golpe
de Estado perpetrado el 22 de febrero del presente año, que obligó al
presidente de la República,
Yanukovich a huir y refugiarse en Rusia por negarse a firmar un acuerdo de
asociación con la Unión
Europea. Este acto de fuerza dio lugar a que varias provincias orientales, más
industrializadas y de habla rusa, se declarasen independientes, comenzando así
una guerra civil que ya ha causado varios miles de muertos, y en la que ambos
bandos han sido acusados de cometer atrocidades, entre ellas el derribo de un
avión civil con 300 ocupantes que perecieron. Aun cuando los indicios acusan a
Rusia de haber suministrado el misil que ocasionó la catástrofe a los rebeldes,
todavía no ha sido dilucidada la autoría.
El golpe de Estado no fue condenado y sí
respaldado por Occidente, porque interesa contar con los nuevos mandatarios y
alejar al país de la influencia rusa. De esta manera se pervierten las reglas
democráticas y se ignora el resultado de las urnas como se hizo antes en
Argelia y Egipto. De aquellos polvos vienen estos lodos. Es lo que se llama la
“realpolitik”.
Para entender los acontecimientos de
Ucrania hay que remontarse a 1989, cuando Gorbachov propició la reunificación
de Alemania, que fue seguida de la desaparición de los regímenes comunistas de
Polonia, Checoslovaquia, Bulgaria y Rumania, y a 1991, en que se produjo el
colapso de la URSS
y se independizaron los países bálticos, Ucrania y Bielorrusia, así como
numerosas repúblicas centroasiáticas, a cambio de la promesa de Occidente de no
ampliar la OTAN.
En lugar de cumplir el acuerdo, ante la
extrema debilidad en que había caído el antagonista de la Guerra Fría, nada hizo
Occidente por ayudarle a salir del hoyo; por el contrario extendió la OTAN
hasta la frontera rusa, rodeando el país de enemigos potenciales, olvidando que
la nueva Rusia no quería ni podía amenazar a Europa o América. Bastante más
acuciante era afrontar los múltiples problemas urgentes heredados y surgidos de
la transición. Hundido el comunismo, faltó el afán expansionista de carácter
ideológico. Es fácil imaginarse la reacción de Washington en el supuesto de una
alianza de Rusia o China con México o Canadá.
La aparición de Wladimir Putin en 2000 como
presidente de la República
significó un revulsivo contra la humillación, y dado que Sebastopol es la base
exclusiva de la flota rusa en el mar Negro en virtud de un contrato de arrendamiento
con Ucrania, aprovechando el citado golpe de Estado y que la mayoría de la
población de Crimea es rusohablante, Moscú provocó la celebración de un referéndum
(ilegal, por supuesto) que ganaron holgadamente los partidarios de la unión con
Rusia.
Hay que recordar que cuando
Ucrania formaba parte de la
Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se anexionó la
península de Crimea por decisión de Krushef. Si Ucrania llegase a formar parte
de la UE y
eventualmente de la OTAN,
Sebastopol quedaría situado en territorio hostil, lo que Moscú no podría
tolerar.
El empeño del Pentágono en no
quedarse sin enemigo para poder justificar el enorme gasto en armamento, lleva
a Obama a practicar una política belicista frente a Rusia y, como sus predecesores,
a desechar las propuestas de cooperación y reducción de de armas presentadas en
su día por Gorbachov y actualmente por Putin
Ciertamente la ayuda militar de Rusia a los
secesionistas atenta contra el derecho internacional, mas la salida no puede
ser otra que la vía negociadora que restaure el clima de confianza entre las
dos potencias sustituyendo la confrontación por la cooperación que tan útil
podría ser para combatir al enemigo común del yihadismo musulmán. Parece lógico
que Rusia reciba garantías de que Ucrania nunca se incorporaría a la OTAN.
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