En 1949 se fundó la Organización del
Tratado del Atlántico Norte (OTAN) para contrarrestar el afán expansionista de la Unión Soviética. Seis años más
tarde, como respuesta, los Estados comunistas firmaron el Pacto de Varsovia.
La caída del muro de Berlín en 1989 señaló
el declive de la URSS,
lo que indujo al presidente Gorbachov a tolerar la reunificación alemana con la
promesa de Occidente de que la
OTAN no sería ampliada. Al fracaso de Berlín le siguió el colapso
soviético en 1991, lo que se tradujo en la disolución del Pacto de Varsovia.
Parece lógico que si el antagonista militar
se extingue y la ideología que lo amparaba desaparece, no hay que contar con su
amenaza, y por tanto, carece de sentido su existencia. Sin embargo, la Alianza Atlántica
no solo no se disolvió sino que, faltando a lo prometido, en 1999 aumentó el
número de sus miembros con la adhesión de Hungría, Polonia y República Checa, y
en 2004 incorporó a Estonia, Letonia, Lituania, Bulgaria, Rumanía, Eslovaquia y
Eslovenia. La Federación Rusa
soportó la humillación con la firma de un pacto que excluía el establecimiento
de bases militares permanentes en territorio de los nuevos socios.
En el presente año surge la crisis ucrania con
la defenestración del presidente Víktor Yanukovich, y la celebración ilegal de
un seudorreferendum en Crimea que sentenció la incorporación de la península a
Rusia. En seguida surgió la declaración de independencia de las provincias
orientales de Donetsk y Lugansk, acontecimientos ambos impulsados por Moscú. No
hay duda de que la intervención en la guerra civil de Ucrania constituye un
acto de agresión y vulnera el derecho internacional, pero se explica, aunque no
justifica, el temor a Occidente, dado el acorralamiento a que se le somete.
La injerencia disparó las alarmas de los
gobiernos europeos y de Norteamérica que reaccionaron con sucesivas
imposiciones de sanciones políticas y económicas, contestadas a su vez por el
gobierno ruso, con daño para ambas partes, y crea una tensión que recuerda la
dialéctica de la Guerra Fría.
Lo que no tiene explicación plausible es la mudez de la ONU ante la crisis, cuya
mediación estaría más que justificada.
Además de acercarse a la frontera rusa, la OTAN no sabe como defenderse
de un enemigo imaginario, dado que Rusia ni está en condiciones ni creo que
sienta la tentación de meterse en una
guerra, pues de sobra conoce el precio a pagar después de perder veinte
millones de sus hijos en la última, entre 1941 y 1945.
A pesar de todo, se inventan motivos para
intimidar al supuesto adversario. Se insiste en la creación de un faraónico
escudo antimisiles con el pretexto, que nadie cree, de que va dirigido contras
la amenaza de Corea del Norte e Irán, y en la cumbre de la OTAN que tuvo lugar los días 4
y 5 de septiembre en Newport (Reino Unido), se acordó acelerar la puesta en marcha de una fuerza de acción
rápida con cuarteles en varios países del antiguo bloque socialista, sin
importar que ello contravenga lo pactado en 1997, lo cual resta fiabilidad a
los acuerdos alcanzados.
Cuando la Alianza Atlántica bombardeó
Kosovo, Rusia se opuso sin ser tenida en cuenta, razón por la cual no reconoció
la independencia, negativa que por motivos diferentes, comparte con España.
A la vista de lo expuesto -que no agota el
catálogo de episodios antirrusos- adquiere pleno sentido la pregunta que sirve
de título al presente artículo.
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