domingo, 14 de septiembre de 2014

Rusia y Occidente, ¿un amor imposible?



    Las conflictivas relaciones de Europa con Rusia registran ahora el episodio más reciente con motivo de la crisis de Ucrania. Desde hace dos siglos, han estado dominadas por el antagonismo, la desconfianza y la rivalidad.
    No es de extrañar esto si se recuerda la invasión de Napoleón en 1812 y la de Hitler en 1941, saldadas ambas con sendos desastres militares. Por su parte, la URSS aprovechó su victoria sobre Alemania para controlar la política y la economía de los que fueron llamados “países satélites”: Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria y Rumanía. Solo Grecia en Oriente se salvó al precio de una guerra civil. Pues bien, el imperio soviético se disolvió como una pompa de jabón en 1991 y las citadas naciones recuperaron su independencia y pasaron a convertirse en sus enemigos potenciales al adherirse a la OTAN. El colapso de la Unión Soviética ocasionó la secesión de partes constitutivas de su propio territorio, como es el caso de los Países Bálticos, Georgia, Armenia, Bielorrusia y Ucrania, si bien las cuatro últimas no ingresaron en la Alianza Atlántica, y por lo que a Bielorrusia se refiere, ha caído de nuevo en la esfera de influencia de Moscú.
    En esta situación surge la crisis de Ucrania donde la población de la parte occidental proyectó asociarse a la UE, en tanto la oriental mayoritariamente rusófona mira hacia Rusia. El presidente Yanukovich fue obligado a huir por negarse a firmar el acuerdo de asociación con la UE y a continuación se desató una guerra civil en la que Moscú ayuda a las provincias rebeldes de Donestks y Lugansk, y Estados Unidos y la UE respaldan al nuevo gobierno de Kiev.
    Como consecuencia de estos hechos, las relaciones bilaterales se tensan peligrosamente, y de momento la cuestión se ventila por medio de sanciones económicas de Occidente que son respondidas por el gobierno ruso, de modo que en conjunto, dañan a ambas partes por igual.
    El interés mutuo y el sentido común aconsejan una revisión de perspectivas y la solución de los problemas pendientes por medio de negociaciones francas y desprejuiciadas que restablezcan la confianza y sustituyan la agresividad por la cooperación. Rusia necesita a Europa y Europa necesita a Rusia, como había demostrado meridianamente la importancia de los intercambios comerciales.
    La Federación rusa ya no es el imperio zarista ni el soviético, pero sigue siendo un factor relevante en el equilibrio mundial. Desde el punto de vista político, está poblada por unos 150 millones de habitantes, es la nación más extensa del globo, extendida desde el Báltico al océano Pacífico y desde el Artico al mar Negro. Posee el segundo arsenal de armas nucleares y es una de las cinco potencias con derecho a veto en el Consejo de Seguridad. Con respecto a la economía es el primero o segundo productor mundial de gas y petróleo, materias energéticas de las que depende gran parte de los países europeos. En resumen, se trata de un socio indispensable.
    Si se consigue vencer razonablemente el choque de intereses en Ucrania, por ejemplo dando a Rusia garantías de que Ucrania no formará parte de la OTAN aunque firmase un acuerdo de asociación con la UE, Rusia podría retirarse de Ucrania e incluso devolver Crimea. La posible cooperación adquiriría notable relieve en temas como la seguridad nuclear, la lucha contra el terrorismo de la Yihad, el status del Artico y la estabilidad del Próximo Oriente, sin olvidar la evolución de los acontecimientos en Afganistán y, en general, en la preservación de la paz en el mundo. Rusia, por su parte, se vería liberada del excesivo gasto armamentístico, modernizar el país y mejorar el tratamiento de sus problemas internos. A largo plazo no hay que descartar la posibilidad de que Rusia se adhiriese a la UE, que de esta formar tendría por límites los océanos Atlantico y Pacífico, desde Vigo a Vladivostok, que por cierto, están aproximadamente a la misma latitud
    Por el contrario, sin la colaboración de Rusia o al menos su abstención, los conflictos planteados tendrían un desarrollo muy distinto. Los estadistas europeos y rusos deberían tener muy presentes estas consideraciones antes de embarcarse en una serie de desencuentros de imprevisibles consecuencias.
    Pudiera ocurrir que la relación bilateral amistosa y cordial no fuera posible por aquello de que los países no tienen amigos sino intereses, pero aún en ese supuesto, al igual que acontece en los matrimonios, si muere el amor debe quedar vivo el respeto, y por tanto, sería exigible la búsqueda de la paz y la lealtad a los acuerdos convenidos, desterrando de la política las recetas maquiavélicas de que el fin justifica los medios.

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