Las conflictivas relaciones de Europa con
Rusia registran ahora el episodio más reciente con motivo de la crisis de
Ucrania. Desde hace dos siglos, han estado dominadas por el antagonismo, la desconfianza
y la rivalidad.
No es de extrañar esto si se recuerda la
invasión de Napoleón en 1812 y la de Hitler en 1941, saldadas ambas con sendos
desastres militares. Por su parte, la
URSS aprovechó su victoria sobre Alemania para controlar la
política y la economía de los que fueron llamados “países satélites”: Polonia,
Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria y Rumanía. Solo Grecia en Oriente se salvó al
precio de una guerra civil. Pues bien, el imperio soviético se disolvió como
una pompa de jabón en 1991 y las citadas naciones recuperaron su independencia
y pasaron a convertirse en sus enemigos potenciales al adherirse a la
OTAN. El colapso de la Unión Soviética ocasionó la
secesión de partes constitutivas de su propio territorio, como es el caso de
los Países Bálticos, Georgia, Armenia, Bielorrusia y Ucrania, si bien las
cuatro últimas no ingresaron en la Alianza
Atlántica, y por lo que a Bielorrusia se refiere, ha caído de
nuevo en la esfera de influencia de Moscú.
En esta situación surge la crisis de
Ucrania donde la población de la parte occidental proyectó asociarse a la UE,
en tanto la oriental mayoritariamente rusófona mira hacia Rusia. El presidente
Yanukovich fue obligado a huir por negarse a firmar el acuerdo de asociación
con la UE y a
continuación se desató una guerra civil en la que Moscú ayuda a las provincias
rebeldes de Donestks y Lugansk, y Estados Unidos y la UE respaldan al nuevo gobierno
de Kiev.
Como consecuencia de estos hechos, las
relaciones bilaterales se tensan peligrosamente, y de momento la cuestión se
ventila por medio de sanciones económicas de Occidente que son respondidas por
el gobierno ruso, de modo que en conjunto, dañan a ambas partes por igual.
El interés mutuo y el sentido común
aconsejan una revisión de perspectivas y la solución de los problemas
pendientes por medio de negociaciones francas y desprejuiciadas que
restablezcan la confianza y sustituyan la agresividad por la cooperación. Rusia
necesita a Europa y Europa necesita a Rusia, como había demostrado
meridianamente la importancia de los intercambios comerciales.
La Federación rusa ya no es el imperio zarista ni el
soviético, pero sigue siendo un factor relevante en el equilibrio mundial. Desde
el punto de vista político, está poblada por unos 150 millones de habitantes,
es la nación más extensa del globo, extendida desde el Báltico al océano Pacífico
y desde el Artico al mar Negro. Posee el segundo arsenal de armas nucleares y
es una de las cinco potencias con derecho a veto en el Consejo de Seguridad.
Con respecto a la economía es el primero o segundo productor mundial de gas y
petróleo, materias energéticas de las que depende gran parte de los países
europeos. En resumen, se trata de un socio indispensable.
Si se consigue vencer razonablemente el
choque de intereses en Ucrania, por ejemplo dando a Rusia garantías de que Ucrania
no formará parte de la OTAN
aunque firmase un acuerdo de asociación con la UE, Rusia podría retirarse de Ucrania e incluso
devolver Crimea. La posible cooperación adquiriría notable relieve en temas
como la seguridad nuclear, la lucha contra el terrorismo de la Yihad, el status del Artico
y la estabilidad del Próximo Oriente, sin olvidar la evolución de los
acontecimientos en Afganistán y, en general, en la preservación de la paz en el
mundo. Rusia, por su parte, se vería liberada del excesivo gasto
armamentístico, modernizar el país y mejorar el tratamiento de sus problemas
internos. A largo plazo no hay que descartar la posibilidad de que Rusia se adhiriese
a la UE, que de
esta formar tendría por límites los océanos Atlantico y Pacífico, desde Vigo a
Vladivostok, que por cierto, están aproximadamente a la misma latitud
Por el contrario, sin la colaboración de
Rusia o al menos su abstención, los conflictos planteados tendrían un
desarrollo muy distinto. Los estadistas europeos y rusos deberían tener muy
presentes estas consideraciones antes de embarcarse en una serie de
desencuentros de imprevisibles consecuencias.
Pudiera ocurrir que la relación bilateral
amistosa y cordial no fuera posible por aquello de que los países no tienen
amigos sino intereses, pero aún en ese supuesto, al igual que acontece en los
matrimonios, si muere el amor debe quedar vivo el respeto, y por tanto, sería
exigible la búsqueda de la paz y la lealtad a los acuerdos convenidos,
desterrando de la política las recetas maquiavélicas de que el fin justifica
los medios.
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