La corrupción de los políticos, cuyas
noticias saturan los medios de comunicación un día sí y otro también, se ha
convertido en uno de los problemas que más preocupan a la ciudadanía. Se les acusa
de todos los males que nos afligen, y muchas veces con sobrada razón. La
situación recuerda el dicho italiano “piove, porco goberno”. Se les califica de
ineptos, partidistas, venales. Sin embargo, al emitir juicio conviene hacer
ciertas puntualizaciones. En primer lugar, que el mal comportamiento no es
exclusivo de nuestros representantes, porque en cada caso de corrupción hay un
corruptor, y en segundo, que no son marcianos venidos de otro planeta sino
integrantes de la sociedad, que viven entre nosotros, y por lo tanto, con las
mismas virtudes y defectos que el resto de los mortales. Se distinguen, no
obstante, por una cualidad singular: son depositarios de la confianza que hemos
puesto en ellos al votarles para resolver problemas y no para crearlos y, en
consecuencia, con una responsabilidad añadida, aumentada por estar en sus
manos, más que en las de nadie, legislar de formas que se restrinjan al máximo
las conductas irregulares y en su caso, castigar a quienes incurran en ellas.
Que
nuestros representantes acierten o no en su tarea es algo que hemos de admitir
como inevitable, pero que traicionen nuestra confianza y utilicen el cargo en
beneficio propio, es algo por completo inaceptable. Si tienen poco fuste y
observan conductas poco recomendables no podemos esquivar la responsabilidad
que nos corresponde por haberlos elegido sin reunir las condiciones exigibles.
Bien es cierto que de esto tiene buena parte de culpa la ley electoral al
imponer listas cerradas y bloqueadas que obligan a votar la candidatura
completa aunque incluya algún integrante que nos parezca impresentable.
En todo caso, los ciudadanos cumpliríamos
mejor nuestro papel de electores si
fuéramos conscientes del valor que la ley concede a nuestro sufragio, que puede
ser decisivo para que triunfe una u otra alternativa, si nos interesáramos más
por los asuntos públicos que son los de todos, si fuéramos más proclives al
asociacionismo y si estuviéramos dispuestos a ser más participativos en las
convocatorias electorales.
Una persona bien informada está más
inmunizada contra los cantos de sirena, eslóganes publicitarios, demagogia y
populismo de quienes ofrecen soluciones simplistas a problemas complejos o
promesas inalcanzables. Con buena información desecharíamos las candidaturas de
partidos que hubieran incumplido sus programas, haciendo suya la cínica
afirmación del que fuera alcalde de Madrid de que las promesas electorales
están para no ser cumplidas. El mismo rechazo daríamos a los que incluyeran en
sus listas a miembros imputados por indicios de delito. Si no acudimos a las
urnas o votamos con frivolidad, nos faltará legitimidad para protestar por las
posibles tonterías o fechorías de nuestros representantes.
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