El destino de los humanos es vivir en un
mundo de contradicciones, figura en que se incurre cuando se afirma una cosa y
se defiende o practica la contraria. Entre los múltiples ejemplos que se podría
traer a colación, hay uno que no siempre es percibido como tal; amar la paz y
promover la guerra.
Todos –o casi todos– nos proclamamos
amantes y adalides de la paz en la que la vida, con sus expectativas, se
desarrolla en plenitud. Es la aspiración más sentida y civilizada de entender
la convivencia. En el núcleo de la religión cristiana están las palabras que
Jesús dirigió a sus discípulos: “Mi paz os dejo, mi paz os doy”.
Si tan convencidos parecemos estar de las
bondades de la paz, lo natural sería que la procurásemos por todos los medios,
con nuestros pensamientos y con nuestros actos, y que pensamiento y acción
inspiraran la política interna y exterior de los Estados, ya que éstos son
instituciones jurídico-políticas que deben interpretar, amparar y defender los
intereses y los afectos de los ciudadanos.
Desgraciadamente, la realidad se aleja de
estos supuestos. Se preparan y adiestran ejércitos listos para entrar en
combate. Se gastan inmensas cantidades en armas, cada vez más sofisticadas y
costosas, cuyo mejor destino es el desguace sin haber entrado en acción. Tal es
el fin que espera en breve al portaaviones español “Príncipe de Asturias”. Los
tratados de táctica y estrategia se multiplican, en tanto los libros de
contenido pacifista apenas se publican. Cada país tiene su escuela militar pero
carece de una institución semejante pensada para impulsar los sentimientos de
paz. Avergonzados los gobiernos de apoyar el belicismo, lo que antes eran
ministerios de Guerra son ahora ministerios de Defensa, pero los fines no han
cambiado en absoluto.
Por seguir el falaz principio romano “Se
vis pacem para bellum” (si quieres la paz, prepara la guerra) hemos llenado la
historia de conflictos bélicos. Tal conducta lleva a incrementar sin pausa los
arsenales con nuevas armas a cual más mortífera, lo que sirvió de inspiración a
un a un poeta decimonónico cuyas estrofas finales dicen, refiriéndose a la
ametralladora: “Si esta máquina potente/ llega a matar buenamente/ un millón de
hombres al día/ proclamarán bondad/ en las remotas tierras/ y así acabarán las guerras/
y también la humanidad”. ¿Qué diría el vate si hubiera conocido las nuevas
armas de destrucción masiva?
Si de verdad se desea la paz, hay que
trabajar (no luchar) para conseguirla y consolidarla, eliminando las
injusticias que son caldo de cultivo para el estallido de la violencia
Lamentablemente, la guerra sigue siendo una
amenaza permanente como una espada de Democles. A ello contribuye que en las
sociedades avanzadas admiramos más a los grandes guerreros tipo César o
Napoleón que a quienes consagraron su vida a desterrar la lucha armada, como
Gandhi o Nelson Mandela, que son ejemplos modélicos dignos de imitación.
Tras los horrores de la
I Guerra Mundial se acordó crear un organismo
internacional que, actuando como árbitro y juez impidiese la repetición de la
tragedia y a tal efecto se dio vida a la Sociedad de las Naciones con sede en Ginebra,
pero no se quiso aprender la lección y sobrevino la segunda contienda. Al
terminar ésta se repitió el intento de regular las relaciones internacionales
con arreglo a derecho y nació la Organización de Naciones Unidas domiciliada en
Nueva York, que si bien evitó hasta ahora una tercera conflagración mundial, no
eludió guerras fuera de Europa con excepción de la que fragmentó y liquidó
Yugoslavia. En distintas ocasiones, la
ONU adoptó resoluciones que dieron origen a una especie de
derecho internacional, de forma que solo con el previo acuerdo del Consejo de
Seguridad una intervención militar podía considerarse legítima. No obstante,
las grandes potencias, que disponen de derecho de veto, no supeditan sus
intereses a tales acuerdos. El campeón de estos desmanes es Estados Unidos, que
solamente en lo que va de siglo emprendió las guerras de Afganistán e Irak y
los ataques aéreos en Libia, todos ellos sin la anuencia de la ONU, lo que
redundó en el desprestigio de la Organización.
Hechos de esta índole muestran cuan difícil
es establecer y respetar la paz, cuyos ideales semejan un sueño inalcanzable.
A pesar de tantos fracasos, sírvanos de
conuelo que se ha mantenido alejada la temida III Guerra Mundial y que Europa
ha preservado la paz, a veces fría y otras caliente, desde 1945, y que España
disfruta de este beneficio desde 1939, dos períodos tan largos como nunca antes
se habían registrado. Algo es algo.
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