Los heridos y familiares de los
fallecidos en el trágico accidente ferroviario acaecido el 24 de julio del
pasado año en la curva de Angrois, próxima a Santiago, se encuentran ante el dilema de cobrar las
indemnizaciones que les ofrecen las compañías de seguros o rechazarlas por la
expectativa de que sean aumentadas si tuvieran éxito las demandas de la Asociación de
Perjudicados (Apafas) y la
Plataforma de Víctimas Alvia en el supuesto de que sea
declarado culpable Adif, en cuyo caso sería responsable subsidiario el Estado,
del que todos formamos parte.
La primera consideración que se me ocurre
al respecto es que ninguna cantidad de dinero puede compensar la pérdida de una
persona porque la vida humana no tiene precio. Ello no implica que no sea
prudente fijar un límite razonable a las obligaciones pecuniarias del Estado
que pagamos los contribuyentes.
En este contexto cabe preguntarse si la Administración
cumple contratando el seguro obligatorio de viajeros o debe además asumir otras
obligaciones por acciones de sus servidores. En la vida diaria, el Estado tiene
dos caras como el dios Jano. Es odiado cuando recauda tributos, y es amado
cuando ofrece subvenciones, indemnizaciones o desgravaciones fiscales. Cuando
le reclamamos alguna prestación exigimos que el importe sea el máximo posible,
por ejemplo, cuando nos expropia algún bien.
Por el contrario, si nos toca ingresar,
acudimos a todas las argucias imaginables para anular o reducir nuestra deuda.
Evidentemente, falta una cultura fiscal que ni siquiera el propio Estado se ha
encargado de implantar como se ocupa de desarrollar campañas a favor de la
seguridad vial. No podemos olvidar que los impuestos, con la condición de que
sean equitativos y bien administrados, es lo que pagamos por vivir en una
sociedad civilizada.
Las relaciones entre el Estado y los
ciudadanos adolecen de varias contradicciones y ninguna más palmaria que la que
ocasiona el neoliberalismo económico. Su principio fundamental consiste en
rechazar todo intervencionismo público y dejar los negocios a merced de los
empresarios porque ellos saben mejor que nadie lo que hay que hacer. Siguiendo
el guion, durante los años de bonanza las autoridades monetarias se inhibieron
y dejaron que los bancos y cajas de ahorro se endeudaran hasta las cejas o que
realizaran operaciones de riesgo incontrolado y que la burbuja inmobiliaria
siguiera hinchando. Cuando sobrevino el estallido, las entidades financieras,
que antes clamaban por el respeto a la iniciativa privada, se acordaron de papá
Estado, el cual hubo de entregarles muchos miles de millones de euros para
evitar el colapso del sistema, aumentando a su vez su deuda cuyos intereses
pagamos todos. Entretanto, como los dineros públicos no llegaban para todo,
hubo que negar el auxilio a quienes eran desalojados de sus viviendas por los
mismos bancos y cajas receptores del dispendio estatal. La situación, que
parece kafkiana, es real y triste.
Es frecuente leer y oír que el Estado
despilfarra (y es cierto) y que la empresa privada es quien mejor gestiona sus
recursos. Lo expuesto demuestra que esa apreciación dista mucho de la realidad,
y a pesar de todo, las presiones ideológicas obligan a privatizar las empresas
creadas con recursos presupuestarios. Y si se tercia, hasta servicios sociales
como la sanidad.
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