Que la afición al fútbol es un
sentimiento y una pasión irrefrenable no precisa de mayores demostraciones
después de la jornada vivida en Lisboa, a donde acudieron 60.000 forofos
españoles para presenciar el partido en el que el Atlético de Madrid y el Real
Madrid se disputaban la final de la
Liga de Campeones, muchos de ellos después de adquirir
entradas a precios desorbitados.
Millones de personas acuden a los estadios
a ver ganar a su equipo como sea, y muchos más se conforman con verlo delante
de un televisor. Si triunfa, serán presa de excitación y éxtasis. En caso
contrario sufrirá desánimo, frustración, disgusto, depresión. Los medios de
comunicación, por su parte, calientan el ambiente con noticias, comentarios y
declaraciones de los jugadores para mantener viva la afición. El fútbol es
también una religión en la que no podían faltar cohortes de fanáticos al mismo
tiempo que atrae a creyentes de todas las clases sociales. Sus campos son
lugares interclasistas donde coinciden empresarios y trabajadores, gobernantes
y gobernados, blancos y negros. Estos últimos integran las plantillas de los
equipos y algunos alcanzan puestos preeminentes, contratados por millones de
euros.
Para entender la dimensión imparable del
fenómeno y sus perversiones, conviene analizar la relación incestuosa entre el
fútbol y las instancias del poder. Este fue acusado en la dictadura de Franco
de utilizarlo como una forma actualizada del romano pan y circo, instrumento de
distracción de la política y válvula de escape de las dificultades y ausencia
de libertades. Si hubiera sido así, hay que reconocer que la democracia ha
contado con alumnos aventajados, capaces de llevar la tensión a límites
insuperables.
En este contexto, el Estado alimenta la
difusión del fenómeno futbolístico con diversas ayudas y dispensándole un
tratamiento fiscal que no concede a otros contribuyentes. Los clubes acumulan
cuantiosas deudas fiscales de hasta 3.500 millones de euros sin que Hacienda
adopte medidas de apremio. En el impuesto del IVA aplica a las entradas el
gravamen reducido del 10%, en tanto que las del cine y teatro sufren el 21%, lo
cual amenaza a estas actividades culturales con desaparecer.
No contentas con esto, los directores de
Televisión Española y Radio Nacional, sostenidos con los impuestos de todos los
españoles, reservan espacios preferentes a dicho deporte, y en la transmisión
del partido de Lisboa, TVE después de haber pujado con las cadenas privadas
para conseguir la exclusiva, desplazó a la capital portuguesa a un equipo de
120 personas.
Y por si todo ello fuera poco, es menester
contabilizar el coste del despliegue de fuerzas de seguridad para mantener el
orden.
Si del ámbito nacional descendemos al local
(provincial y municipal) vemos que las diputaciones subvencionan la
construcción de campos de fútbol con césped artificial en parroquias
escasamente pobladas, y en Vigo, el alcalde anunció que, con cargo al superávit
presupuestario de 2013, destinará 2.700.000 euros a reparar y mejorar el
estadio de Balaídos que usufructúa el Celta sin contrapartida. Disfrutar del
campo en exclusiva y cargar al propietario el gasto de mantenerlo en uso es un
negocio redondo. Como si el Club fuera una ONG.
Uno piensa, si aun queda capacidad de
pensar, si no habría otra aplicación más justa de ese excedente ante la crisis
que pone a tantas familias al borde de la subsistencia.
Dado el trato preferente que nuestros
gobernantes otorgan al mundo del espectáculo deportivo, usted, amigo lector,
quizás se pregunte la razón de estos privilegios. Ante semejante duda solo
puedo responder, como decía el padre Astete en su famoso catecismo “Doctores
tiene la Iglesia
que sabrán responder.” Estos doctores son los políticos que hemos elegido para
administrar con prudencia los caudales públicos.
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