A partir de
ahora en que España está a punto de estrenar rey en la persona del que será
Felipe VI, se antoja más fácil que las fuerzas políticas alcancen un acuerdo
para remozar nuestra Carta Magna que, después de 36 años de vigencia, acusa un
cierto grado de obsolescencia, fruto de la velocidad con que se sucedieron los
cambios sobrevenidos desde que fue promulgada.
El texto adolece de numerosas contradicciones
y flagrantes omisiones, que si en su día pudieron verse como normales, están
pidiendo una corrección para adaptarlo a la realidad presente.
Comencemos
por señalar las patentes contradicciones que existen entre los artículos 14 y
56. El primero reconoce que “los españoles somos iguales ante la ley”, pero a
continuación, el segundo afirma que “la persona del Rey es inviolable y no está
sujeta a responsabilidad”. Evidentemente, aquí se rompe el principio de
igualdad. En realidad la norma se incumple desde el momento en que se establece
que la jefatura del Estado se reserva al monarca, que la ejerce por derecho de
herencia. A veces no caemos en la cuenta que también otras leyes vulneran el
artículo 14 como las que autorizan el aforamiento de determinadas personas cuyo
número no baja de 10.000, un privilegio que no admite parangón con el
ordenamiento jurídico de nuestro entorno.
En el
capítulo de omisiones no son menos los ejemplos que urge subsanar. Comencemos
por el anacronismo que representa el precepto del artículo 57 referente a la
sucesión de la corona en el que el varón prevalece sobre la mujer. Esto a su
vez constituye una vulneración del citado artículo 14 que, como hemos visto,
establece la igualdad de todos los españoles (y de las españolas, por supuesto).
Recordemos que, de momento, los herederos de Felipe VI son mujeres y si éste
tuviera más tarde un hijo, descartaría a sus hermanas de su acceso al trono.
La amplitud
y ambigüedad del art. 56 no aclara si la inmunidad judicial del soberano se aplica
a los actos que realice en el desempeño de sus funciones o se extiende a
cualquier hipotético delito que pudiera cometer. Tal inconcreción se puso de
manifiesto en 1999 cuando España suscribió el Tratado de Roma que creó el
Tribunal Penal Internacional, el cual determina que los jefes de Estado son
responsables de genocidio o crímenes contra la humanidad. En aquella ocasión se
salvó la situación con un dictamen del Consejo de Estado según el cual las
normas sobre inmunidad no son extrapolables a la esfera internacional.
Otros casos
de omisión, explicables por la extemporaneidad de los hechos, remiten a la
enunciación de las comunidades autónomas y a la adhesión a la UE, con la consiguiente renuncia
de la soberanía nacional.
Otros vacíos
textuales menos explicables implican la vulneración de una norma expresa en la
que se establece que “las abdicaciones y renuncias (…) se resolverán por una
ley orgánica” precepto que cayó en el olvido durante treinta y cinco años. De
ahí que la pereza o la desidia legislativa de las Cortes y los distintos
gobiernos que se sucedieron, cogieran desprevenidos a unas y otros cuando Juan
Carlos I anunció de forma sorpresiva su abdicación, lo que obligó a improvisar de
prisa y corriendo y con carácter provisional todo lo relativo a la nueva
situación creada por la transmisión de poderes.
También
debería haberse corregido la ausencia de regulación de las funciones reales por
incapacidad o enfermedad, así como la edad de jubilación, ahora que hasta los papas
se retiran, y el estatuto del soberano emérito.
De lo dicho
se desprende que no faltan motivos para acometer la revisión del texto
constitucional que, como toda obra humana, acusa el paso y el peso del tiempo,
y por ello, está necesitado de una cura de “aggiornamento”.
Comprendo,
no obstante la reticencia del PP por temor a que, abierto el melón surjan
sorpresas, algunas de escaso calado y otras de trascendencia jurídico-política.
Sin embargo, después de la nueva redacción del artículo 135 que dio prioridad
al pago de la deuda sobre cualquier otro gasto para complacer a la señora
Merkel, lo acordaron los partidos mayoritarios en 24 horas, no debería ser
problemático un nuevo consenso. No obstante, plantearlo ahora en momentos de
crisis, podría ser un sobresalto creador de inestabilidad política. En todo
caso, el PSOE, que dice tener en su ADN el republicanismo, podría introducir en su programa electoral la iniciativa, secundado por los demás
partidos de izquierda, sobre todo si los próximos resultados electorales consolidasen los de la las recientes europeas.
A los
políticos se les llena la boca cuando buscan el aplauso o los votos y dicen que
el español es un pueblo maduro y sabio. Ojalá que esa madurez y sabiduría se
ponga de manifiesto en las ocasiones importantes como sería la reforma
constitucional.
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