Casi todas las encuestas coinciden en
pronosticar un record de abstención en las elecciones del 25-M. Es comprensible
que muchos europeos se sientan defraudados por la crisis que padecemos en buena
parte atribuible a las políticas de austeridad a todo trance auspiciadas por la UE y sus instituciones dependientes
como el Banco Central Europeo. Sería una ocasión perdida de influir
significativamente en la corrección de las carencias democráticas del
Parlamento y en la gobernanza de la
UE, precisamente cuando los electores podemos decidir quien
habrá de ser presidente de la Comisión
Europea.
Ciertamente, la Unión Europea no ha
conseguido los objetivos previstos por los fundadores, pero sería injusto no
reconocer que ha cosechado éxitos notables y no el menor de ellos es que haya
preservado la paz entre sus miembros rompiendo la trágica cadena de
enfrentamientos bélicos francogermanos de 1870, 1914 y 1939 que nos afectaron a
todos. Como disculpa de la lentitud con que avanza digamos que se trata de un
proyecto en marcha que tiene que poner de acuerdo muchos intereses
contrapuestos. Este proyecto trata de unificar Europa, no por medio de la
fuerza como lo intentaron en vano Carlomagno, Carlos I, Napoleón y Hitler, sino
por consenso libre, de modo que son los Estados los que solicitan su admisión
al organismo supranacional en el que delegan una parte de su soberanía
nacional. Un proceso que hubo de inventar sobre la marcha sus reglas de juego
por falta de precedentes. No es una nación, ni una federación, ni una
confederación, sino un ente político de nuevo cuño, un club de 28 miembros que
fue creciendo a partir de los seis socios fundadores, vinculados por ideales
comunes como la democracia, la solidaridad y el respeto de los derechos
humanos.
España ingresó en 1986 y desde entonces ha
experimentado una profunda transformación cuya parte más visible es la red
viaria construida que no se parece en nada a la que había antes. Los españoles
no siempre somos conscientes de que ello fue posible gracias a los fondos
recibidos de Bruselas porque fueron poco publicitados, dándose la impresión de
que todo se debía a la gestión de los gobiernos nacionales. A las autopistas y
autovías hay que añadir las subvenciones a la agricultura, la educación, la
investigación y el medio ambiente.
Es indudable que no siempre se optimizaron
los beneficios posibles de las ayudas europeas, y que ha habido casos de
corrupción, inversiones redundantes o poco justificadas, pero la culpa solo es
imputable a nuestros políticos y gestores.
Lo que necesita la UE es más espíritu europeísta
de los gobiernos y de los ciudadanos junto con más democracia en sus
estructuras para que siga avanzando hacia una auténtica unión, bancaria, y
fiscal, un ejército y una diplomacia únicos. En ese momento se habrá
consolidado un modelo político que podría servir de ejemplo en otros
continentes.
Si el 25 de mayo no acudimos a las urnas,
el mal camino sería recorrido por los de siempre. Nada habría mejorado y mucho
podría ir a peor. El significado que quiere darse a la abstención como de
muestra de protesta contra la forma en que se ha gobernado solo se cumpliría si
obtuviera el 80% o el 90% y no hay ninguna posibilidad real de que eso ocurra. Del
escrutinio saldrían los grandes partidos, como ahora, pero con menos votos.
Sería lamentable que el abstencionismo
junto con el euroescepticismo y el populismo frenaran u obstaculizaran la
creación de una UE de los ciudadanos y no de los mercaderes como quieren
algunos, sin cambiar el carácter de Mercado Común con el que nació.
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