En
la noche del 23 de enero de 2014, TVE-2 emitió un reportaje producido por la TV francesa con el título que
encabeza este artículo. En él aparecían las analogías y discrepancias que
marcaron la trayectoria política de los dos autócratas más sanguinarios del
siglo XX, solo comparables con Stalin. Me refiero a Hitler y Mussolini.
El argumento del reportaje podría resumirse
en tres actos como en una tragedia griega con algunos toques de ópera bufa. En
el primero, uno de los personajes, Adolfo Hitler, un ex cabo austriaco admira
al segundo, Benito Mussolini por el procedimiento de que se valió para hacerse
con el poder, método que copió y perfeccionó. En síntesis, consistió en
provocar desórdenes públicos, favorecidos por las dificultades económicas y la
inestabilidad política y el malestar social, aprovechando esta situación para
reclamar el gobierno con la promesa de restablecer el orden y el desarrollo del
país. Ambos se presentaron como salvadores de la patria, predestinados a forjar
sendos imperios: uno, el III Reich, el otro, la continuación del imperio que
fundaran Rómulo y Remo.
Personalmente, el alemán era la encarnación
del odio a los judíos y a todos los seres humanos que no fueran arios, de la
crueldad y la soberbia; el italiano era producto de la vanidad y la apariencia
de grandeza de que estaba poseído. Fue en buena parte juguete de su socio
teutón.
En su aventura política los dos agitadores
usaron la violencia para ganarse la calle y amedrentar a la oposición. Los
fascistas italianos emplearon a grupos de matones llamados “camisas negras”, y
los nazis otros similares llamados “camisas pardas”. Tanto unos como otros
actuaban con impunidad, con la connivencia de la policía y una fracción del ejército,
contando con el apoyo de la burguesía. En este clima de lucha los gobiernos
mostraron su impotencia o su falta de voluntad de imponer el cumplimiento de la
ley, y optaron por hacer entrega del poder: al Führer lo hizo el anciano
canciller Hindenburg, y al Duce el rey Víctor Manuel III. Lo que podría haber
sido una ordenada transición política devino de inmediato en sendas dictaduras en
las que nuevos hombres fuertes se arrogaron todos los poderes y eliminaron toda
forma de oposición, comenzando por la disolución de los partidos políticos y
sindicatos de clase. Así concluye el primer acto.
En el segundo se consolida la ocupación del
poder y Hitler inicia su política antijudía, expansionista y belicista, haciendo
uso y abuso del engaño y la amenaza de emplear la fuerza para conseguir sus
objetivos.
Estimulado por la debilidad y el pacifismo
de Gran Bretaña y Francia, en la
Conferencia de Munich logró vía libre para la ocupación de
Checoslovaquia y Austria, y a continuación invadió Polonia el 1 de setiembre de
1939, tras el acuerdo Ribbentrop-Molotov firmado ocho días antes para
repartirse el territorio polaco. Al declararle la guerra Francia e Inglaterra,
el primero fue invadido y apenas pudo ofrecer resistencia a la “guerra
relámpago”. Detrás serían invadidos otros países, Bélgica, Holanda, Dinamarca,
Noruega, Yugoslavia…
Por su parte, Mussolini, obligado a seguir
el paso que marcaba su socio, quería sentarse a la mesa de la paz que preveía
inmediata, y a tal fin atacó a Francia cuando ya estaba derrotada. Después atacó
a Albania y Grecia. Los griegos amenazaban derrotar al ejército italiano y para
evitar el desastre obligó a Alemania a intervenir para salvar la situación.
Mientras en las campañas militares se
sucedían las victorias, los dos aventureros se creían destinados a dominar el
mundo como auguraba el inicio de la campaña de la URSS comenzada el 22 de junio
de 1941. Sin embargo, en el año 1942 se produjo una inflexión de los
acontecimientos y se cambiaron las tornas. Primero Stalin infligió una grave
derrota a los alemanes en Stalingrado, y en África del Norte se produjo el
mismo resultado en la batalla de El Alamein. Contando con la participación de
Estados Unidos, la guerra estaba perdida. Pero el odio, la ceguera y el
fanatismo no disuadieron a los dirigentes alemanes de continuar la contienda
hasta la destrucción final.
En ese año se inició el tercer acto de la
ópera, el que anuncia el desastroso final de la representación teatral, con una
serie interminable de reveses militares que preceden a la caída del telón. En
los últimos días de abril de 1945 se consuma el final de la trágica aventura
que costó más de cincuenta millones de muertos.
El
día 29, Mussolini fue preso y fusilado por sus compatriotas guerrilleros cuando
huía disfrazado a Suiza, y al día siguiente, Hitler se suicidaba en su búnker
de la Cancillería
berlinesa. El primero tenía 62 años y el segundo contaba 56.
Dejaban a sus patrias exangües, destrozadas
material y moralmente, sumidas en la derrota y la catástrofe más aterradora. El
primer enigma que suscita los hechos relatados es cómo fue posible que los
pueblos italiano y alemán, civilizados, cultos e incipientemente democráticos
confiaran su futuro a demagogos de tres al cuarto y se entregaran a ciegas a
dos individuos con las manos manchadas de sangre. Tal vez la respuesta esté en
que la anarquía, espontánea o provocada, repugna a las sociedades que buscan a
alguien que prometa acabar con el desorden. Cuando el gobierno establecido es incapaz
de restablecer la normalidad alterada, se produce un vacío de poder que es
aprovechado por arribistas, demagogos y aventureros. En este contexto, Hitler y
Mussolini fueron recibidos como salvadores oportunos en el momento adecuado.
Entre la I y la II
Guerra mundial transcurrieron 25 años. Desde el final de la II hasta ahora, 2014, han
pasado 69 años, creándose un período de paz
de duración inédita en la historia europea. Quizás la clave sea la
existencia de las armas nucleares, no porque nos hayamos vuelto más pacíficos y
clementes como sería deseable. Es el bien proveniente del mal. Algo debe de
haber influido también la magnitud del daño y la intensidad del sufrimiento
causados por la contienda, al menos en las generaciones que la vivieron.
¿Podemos esperar que el escarmiento haya
sido suficiente, que el recuerdo nos haya inmunizado contra una tercera edición
de la caída en el abismo? Sería ilusionante, pero semeja ilusorio, porque las
imperfecciones y las debilidades de los seres humanos siguen vigentes y de
ellas solo cabe esperar nuevas desgracias.
Uno de los peores demonios familiares es el
nacionalismo que, como expresó George Santayana “es la indignidad de tener el
alma controlada por la geografía”. Sus efectos letales quedaron de manifiesto
en la guerra de Yugoslavia que además de partir el país en seis pedazos, costó
más de 200.000 muertos. Un doloroso ejemplo de los frutos amargos de creer que
el pueblo o el país es el centro del mundo y que hay que despreciar u odiar al
diferente que es considerado un enemigo.
Los nacionalismos tienen en nuestro mundo
menos sentido que nunca, sobre todo desde que la globalización acentuó la
interdependencia de todos los países y ninguno puede vivir aislado del resto.
Lo que procede es intensificar los contactos e intercambios de todo tipo para
aprovechar las ventajas de la cooperación multilateral y las ventajas de
escala.
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