martes, 6 de mayo de 2014

La ópera de los asesinos



      En la noche del 23 de enero de 2014, TVE-2 emitió un reportaje producido por la TV francesa con el título que encabeza este artículo. En él aparecían las analogías y discrepancias que marcaron la trayectoria política de los dos autócratas más sanguinarios del siglo XX, solo comparables con Stalin. Me refiero a Hitler y Mussolini.
    El argumento del reportaje podría resumirse en tres actos como en una tragedia griega con algunos toques de ópera bufa. En el primero, uno de los personajes, Adolfo Hitler, un ex cabo austriaco admira al segundo, Benito Mussolini por el procedimiento de que se valió para hacerse con el poder, método que copió y perfeccionó. En síntesis, consistió en provocar desórdenes públicos, favorecidos por las dificultades económicas y la inestabilidad política y el malestar social, aprovechando esta situación para reclamar el gobierno con la promesa de restablecer el orden y el desarrollo del país. Ambos se presentaron como salvadores de la patria, predestinados a forjar sendos imperios: uno, el III Reich, el otro, la continuación del imperio que fundaran Rómulo y Remo.
    Personalmente, el alemán era la encarnación del odio a los judíos y a todos los seres humanos que no fueran arios, de la crueldad y la soberbia; el italiano era producto de la vanidad y la apariencia de grandeza de que estaba poseído. Fue en buena parte juguete de su socio teutón.
    En su aventura política los dos agitadores usaron la violencia para ganarse la calle y amedrentar a la oposición. Los fascistas italianos emplearon a grupos de matones llamados “camisas negras”, y los nazis otros similares llamados “camisas pardas”. Tanto unos como otros actuaban con impunidad, con la connivencia de la policía y una fracción del ejército, contando con el apoyo de la burguesía. En este clima de lucha los gobiernos mostraron su impotencia o su falta de voluntad de imponer el cumplimiento de la ley, y optaron por hacer entrega del poder: al Führer lo hizo el anciano canciller Hindenburg, y al Duce el rey Víctor Manuel III. Lo que podría haber sido una ordenada transición política devino de inmediato en sendas dictaduras en las que nuevos hombres fuertes se arrogaron todos los poderes y eliminaron toda forma de oposición, comenzando por la disolución de los partidos políticos y sindicatos de clase. Así concluye el primer acto.
    En el segundo se consolida la ocupación del poder y Hitler inicia su política antijudía, expansionista y belicista, haciendo uso y abuso del engaño y la amenaza de emplear la fuerza para conseguir sus objetivos.
    Estimulado por la debilidad y el pacifismo de Gran Bretaña y Francia, en la Conferencia de Munich logró vía libre para la ocupación de Checoslovaquia y Austria, y a continuación invadió Polonia el 1 de setiembre de 1939, tras el acuerdo Ribbentrop-Molotov firmado ocho días antes para repartirse el territorio polaco. Al declararle la guerra Francia e Inglaterra, el primero fue invadido y apenas pudo ofrecer resistencia a la “guerra relámpago”. Detrás serían invadidos otros países, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Noruega, Yugoslavia…
    Por su parte, Mussolini, obligado a seguir el paso que marcaba su socio, quería sentarse a la mesa de la paz que preveía inmediata, y a tal fin atacó a Francia cuando ya estaba derrotada. Después atacó a Albania y Grecia. Los griegos amenazaban derrotar al ejército italiano y para evitar el desastre obligó a Alemania a intervenir para salvar la situación.
    Mientras en las campañas militares se sucedían las victorias, los dos aventureros se creían destinados a dominar el mundo como auguraba el inicio de la campaña de la URSS comenzada el 22 de junio de 1941. Sin embargo, en el año 1942 se produjo una inflexión de los acontecimientos y se cambiaron las tornas. Primero Stalin infligió una grave derrota a los alemanes en Stalingrado, y en África del Norte se produjo el mismo resultado en la batalla de El Alamein. Contando con la participación de Estados Unidos, la guerra estaba perdida. Pero el odio, la ceguera y el fanatismo no disuadieron a los dirigentes alemanes de continuar la contienda hasta la destrucción final.
    En ese año se inició el tercer acto de la ópera, el que anuncia el desastroso final de la representación teatral, con una serie interminable de reveses militares que preceden a la caída del telón. En los últimos días de abril de 1945 se consuma el final de la trágica aventura que costó más de cincuenta millones de muertos.
El día 29, Mussolini fue preso y fusilado por sus compatriotas guerrilleros cuando huía disfrazado a Suiza, y al día siguiente, Hitler se suicidaba en su búnker de la Cancillería berlinesa. El primero tenía 62 años y el segundo contaba 56.
    Dejaban a sus patrias exangües, destrozadas material y moralmente, sumidas en la derrota y la catástrofe más aterradora. El primer enigma que suscita los hechos relatados es cómo fue posible que los pueblos italiano y alemán, civilizados, cultos e incipientemente democráticos confiaran su futuro a demagogos de tres al cuarto y se entregaran a ciegas a dos individuos con las manos manchadas de sangre. Tal vez la respuesta esté en que la anarquía, espontánea o provocada, repugna a las sociedades que buscan a alguien que prometa acabar con el desorden. Cuando el gobierno establecido es incapaz de restablecer la normalidad alterada, se produce un vacío de poder que es aprovechado por arribistas, demagogos y aventureros. En este contexto, Hitler y Mussolini fueron recibidos como salvadores oportunos en el momento adecuado.
    Entre la I y la II Guerra mundial transcurrieron 25 años. Desde el final de la II hasta ahora, 2014, han pasado 69 años, creándose un período de paz  de duración inédita en la historia europea. Quizás la clave sea la existencia de las armas nucleares, no porque nos hayamos vuelto más pacíficos y clementes como sería deseable. Es el bien proveniente del mal. Algo debe de haber influido también la magnitud del daño y la intensidad del sufrimiento causados por la contienda, al menos en las generaciones que la vivieron.
    ¿Podemos esperar que el escarmiento haya sido suficiente, que el recuerdo nos haya inmunizado contra una tercera edición de la caída en el abismo? Sería ilusionante, pero semeja ilusorio, porque las imperfecciones y las debilidades de los seres humanos siguen vigentes y de ellas solo cabe esperar nuevas desgracias.
    Uno de los peores demonios familiares es el nacionalismo que, como expresó George Santayana “es la indignidad de tener el alma controlada por la geografía”. Sus efectos letales quedaron de manifiesto en la guerra de Yugoslavia que además de partir el país en seis pedazos, costó más de 200.000 muertos. Un doloroso ejemplo de los frutos amargos de creer que el pueblo o el país es el centro del mundo y que hay que despreciar u odiar al diferente que es considerado un enemigo.
    Los nacionalismos tienen en nuestro mundo menos sentido que nunca, sobre todo desde que la globalización acentuó la interdependencia de todos los países y ninguno puede vivir aislado del resto. Lo que procede es intensificar los contactos e intercambios de todo tipo para aprovechar las ventajas de la cooperación multilateral y las ventajas de escala.

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