Siempre se ha sostenido que emprender
asumiendo riesgo es la característica esencial del capitalismo. Que esa es su
grandeza. El beneficio que se espera obtener es la justa retribución a la
gestión del negocio por el empresario, a su previsión a fin de dar respuesta a
una necesidad colectiva. El empresario reúne los factores de producción (capital
y trabajo) y pone en marcha su iniciativa mercantil para ofrecer bienes o
servicios en régimen de libre competencia.
Cuando la realidad no confirma los
pronósticos del proyecto, el empresario fracasa, se puede ver obligado a cerrar
y asume con su patrimonio las pérdidas ocasionadas. Esto, al menos, es la
teoría que en la realidad no siempre se cumple, sobre todo cuando se trata de
grandes corporaciones.
En su evolución, el capitalismo tiende a
reducir o eliminar los riesgos transfiriéndolos al sector público mediante
vínculos contractuales que obligan al Estado a garantizar la rentabilidad del
negocio. Si la empresa produce beneficios, pertenecen al capital privado; si
sobrevienen pérdidas, hay que repercutirlas en su totalidad o en parte con papá
Estado, es decir, cargándoselos a los contribuyentes. El camino a seguir para
conseguir el salvavidas consiste en establecer un contubernio entre el capital
privado y el público que permita la privatización de las ganancias y la
socialización de las pérdidas.
Cuando, por error de planteamiento, por
inadaptación a los cambios sobrevenidos o por cualquier otra razón amenaza
ruina, la empresa, faltando a los principios en que se basan las leyes del
mercado, reclama y exige la ayuda del sector público, so pretexto de dejar en
la calle a miles de trabajadores y el colapso que se derivaría de la quiebra.
Un sector que se ha distinguido en los
últimos tiempos por la práctica de este chantaje fue el financiero. Funcionó en
la década de los ochenta en relación con la liquidación de los bancos que poseía
Ruiz Mateos. Y funcionó cuando se hundió la Banca Catalana. En la
actualidad, el caso más sangrante lo protagonizaron los bancos y especialmente
las cajas de ahorros. Después de haber causado la crisis que les llevaría a la
bancarrota –nunca mejor empleada la palabra– el Gobierno se las arregló para
obtener del Banco Central Europeo un crédito de 100.000 millones de euros de
los que transfirió a dichas entidades 41.000 millones para avalar su solvencia,
convirtiéndose de esta forma en dueño de algunas de ellas. El tratamiento
empleado en casos como este habría dado ocasión para convertirlas en banca
nacional, pero se prefirió sanearlas y una vez conseguido devolverlos a la
iniciativa privada.
El propósito declarado era permitirles reforzar
su actividad crediticia, mas tampoco esto se cumplió. Se produjo un extraño
proceso que empobreció aun más al país y especialmente a las clases más
vulnerables y el Estado se endeudó aun más. Para conseguir financiación emitió bonos
a elevado tipo de interés que en parte fueron suscritos por los bancos con el
dinero que habían recibido. Invierten de esta forma en lugar de dar crédito por
considerarla menos arriesgada. Las PYMES no obtienen financiación y se ven
abocadas al cierre, mientras quienes causaron el desastre se llaman andana. Por
su parte, el Estado, al aumentar su deuda, lo hace también el importe de los
intereses que rondan los 35.000 millones de euros con lo que se hace más difícil
la contención del déficit que exige Bruselas hasta reducirlo al 2% en 2016.
Como se ve, se origina de esta suerte un círculo vicioso.
La solución consistiría en
romper con los planteamientos de la austeridad a todo trance y adoptar medidas
que promuevan el crecimiento y disminuyan la insoportable tasa de paro que
asciende al 26% de la población activa, pero la Comisión Europea
por presión de Alemania y a falta de la unión de objetivos de los países
mediterráneos, no está por la labor. Si, como parece, se aprecian indicios
macroeconómicos de una incipiente recuperación económica, con la recetas en
vigor, la salida de la crisis será lenta y dolorosa.
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