Según datos del Instituto Nacional de
Estadística (INE), España pierde población, y Galicia no podía ser una
excepción en el conjunto del país. Varios factores explican esta evolución
demográfica. Por un lado, el paro masivo como manifestación más dramática de la
crisis que padecemos, lo que origina el retorno de muchos inmigrantes a sus
países de origen, especialmente hispanoamericanos que han recuperado un mayor
ritmo de actividad económica. A estos se suman los jóvenes compatriotas que buscan
un empleo que en su patria no encuentran. Y por último, la baja tasa de natalidad
da lugar a que el número de fallecimientos supere al de nacimientos. La
conjunción de estas causas conduce a que el censo que llegó hace tres años a
sobrepasar los 47 millones de habitantes haya bajado a poco más de 46 millones.
Y la tendencia descendente continúa.
La comunidad autónoma gallega sufre la
regresión censal con notable intensidad. Donde la despoblación se manifiesta
más acusada es en el territorio rural, de forma que muchas aldeas se quedan sin
vecinos con sus casas cerradas. El mismo INE informa que Galicia cuenta con
1539 núcleos deshabitados, con aumento de 70 en el pasado año. Cada cinco días
como media, se sumó uno más a la lista. Y en otros 2.000 viven solamente una o
dos personas, lo que significa que no tardarán en quedar desiertos. El panorama
que se avecina es desolador, sin que las autoridades hagan algo útil por
revertir la situación.
En las viviendas abandonadas crece la yedra
y las zarzas, y los que fueron campos de cultivo son invadidos por helechos y
tojo, que en verano propician la aparición de incendios forestales. Cuando un
pueblo pierde habitantes, por falta de niños se cierra la escuela, y el médico
y la farmacia se ausentan, acelerando de este modo el éxodo de los pocos
vecinos que quedaban. Es un proceso que se autoalimenta.
Durante el siglo pasado se hizo evidente la
defectuosa distribución de la tierra que subyace en el problema de desertificación
del territorio. Mientras en regiones como Andalucía, Extremadura y Castilla La
Mancha existían –y siguen existiendo– grandes latifundios mal aprovechados, en
otras, y especialmente en Galicia, el problema era y es el minifundio que hace
antieconómica la explotación de las pequeñas propiedades.
El deseo de solucionar la anomalía dio
lugar a la reforma agraria que emprendió la
II República con aplicación en la parte
meridional de España, pero la victoria de Franco abolió la legislación al
respecto y la situación devino inalterada.
En nuestra comunidad se intentó la reforma
por medio de la concentración parcelaria consistente en reunir retales para
agrandar los predios y abrir caminos de servicio. Se invirtieron cantidades
ingentes de dinero con resultados más que mediocres. Si un labrador que poseía
cincuenta parcelas separadas, se reducían a diez, su superficie seguía siendo inadecuada
para el empleo de maquinaria como forma de incrementar la productividad para
que fuera competitiva. Por consiguiente, la explotación continúa siendo incapaz
de proporcionar una renta comparable con la de un salario digno y ello hace
inevitable el éxodo rural.
Fracasada la concentración parcelaria, no
creo que haya una solución mejor para frenar el abandono del campo que una
auténtica reforma que facilite la creación de explotaciones rentables que
podrían ser administradas por sociedades, o mejor aún, por cooperativas, que
aumentarían la producción y preservarían el medioambiente. Estas medidas,
complementadas con la dotación de equipamiento social de los núcleos urbanos
serían donde residirían los agricultores desplazados.
No ignoro que la implementación del plan
encierra no pocas dificultades y resistencias pero no veo otra fórmula mejor
para atajar la despoblación de aldeas y desertización del territorio.
La puesta en práctica por el gobierno
bipartito de la creación de un banco de tierras (del que nada se ha vuelto a
saber) resultó un remedio de paños calientes de eficacia harto discutible.
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