El 13 de octubre de 2013 tuvo lugar en
Tarragona la beatificación de 522 mártires de la Guerra Civil, la mayor conocida
de la historia de la Iglesia. El lugar escogido para la ceremonia se debió a que,
de las 33 causas instruidas, la de aquella provincia fue la más numerosa con
147 mártires. Sin duda, la ceremonia es un acto de justicia y si algún reparo
puede hacérsele es el retraso con que se reconoció su virtud en defensa de la
fe.
Dicho esto, no deja de sorprender la
distinta vara de medir empleada por el Gobierno y la propia Iglesia cuando se
trata de rescatar los restos de los ejecutados por los vencedores de la guerra
fratricida, de los que no se sabe cuántos yacen en fosas comunes sin que nadie
haya honrado su recuerdo. Si los beatificados dieron su vida en defensa de sus
ideales religiosos, los del bando contrario murieron por defender sus ideas
políticas sin hacer uso de las armas. Cierto que la ley de Amnistía de 1977
hizo borrón y cuenta nueva, igualando a víctimas y victimarios, sin que nadie,
a estas alturas, abrigue el menor deseo de venganza. Del corazón de todos,
afortunadamente ha sido desterrada la ley del Talión porque la justicia a veces
tiene que ceder para no provocar daños mayores que los que pretende salvar, y
porque el ojo por ojo nos dejaría a todos ciegos. Sin embargo, no es éticamente
defendible conceder a unos homenajes y negárselos a otros. Los familiares de
los religiosos no pueden enorgullecerse más de sus deudos que los de quienes
perecieron por la saña de sus conciudadanos en una situación solo explicable
por la locura homicida que acometió a los españoles de forma colectiva para
desgracia de todos.
“La verdad os hará libres”. Este pronóstico
se lo debemos a San Pablo. Uno de los beneficios de la verdad debe de ser la
reconciliación entre quienes hemos sobrevivido a aquella catástrofe. Pues bien,
setenta y siete años transcurridos desde que se desencadenó nuestra Guerra
Civil, hay muchos aspectos de la misma controvertidos con versiones
contrapuestas, comenzando por el coste real en vidas humanas que se cifró en un
millón de muertos según los datos aportados por diversos historiadores sobre bajas
en combate y en la retaguardia. En esto también se mantiene la desigualdad de
trato entre unos y otros. Las víctimas de la represión en la zona republicana
fueron oficialmente investigadas y reconocidas, en tanto que de las sufridas
por los vencidos nadie puede precisar su número. La causa no es otra que la
falta de interés por conocer la verdad de los hechos por los sucesivos
gobiernos, cuando no por los impedimentos puestos a los intentos de averiguar
lo ocurrido, comenzando por negar el acceso a los archivos oficiales a los
historiadores.
No es
hora de pedir cuentas a nadie por lo entonces acaecido, pero eso no es óbice
para que se sepa que el régimen triunfador gratificó de diversos modos a
quienes intervinieron en la guerra en sus filas o padecieron sus consecuencias.
Se otorgaron durante años preferencias y privilegios a “ex combatientes” (se
escribía así a la sazón), “ex caballeros mutilados” y “ex cautivos”. Hasta los
nombres de los muertos en acción de guerra fueron esculpidos en lápidas de
mármol adheridas a la fachada de las iglesias como “caídos por Dios y por
España”, donde en muchos casos siguen dando testimonio de parcialidad. Por el
contrario, a los damnificados de la llamada “zona roja” se les dejó a la intemperie
y el abandono, aumentando así el dolor de quienes, por voluntad o por azar, se
encontraron en el bando perdedor.
En relación con la ceremonia de
beatificación, el papa Francisco envió un mensaje del que forma parte este
párrafo: “Imploremos la intercesión de los mártires para ser cristianos con
obras y no de palabra; para no ser cristianos barnizados de cristianismo sin
sustancia”. Aplicadas estas palabras al caso que nos ocupa, significa que los
españoles que mayoritariamente nos consideramos cristianos más o menos
practicantes, debemos de reconciliarnos asumiendo
nuestra historia reciente, perdonar a quienes pudieron haber delinquido
y tener presente que ser cristiano “no barnizado” implica ser tolerantes,
fraternales y ansiosos de justicia, que es la base indispensable de la paz
permanente. Lo dice el que suscribe que vivió en su infancia los días aciagos
de la Guerra Civil.
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