Hay una teoría corroborada por la
experiencia, según la cual las naciones son indisociables de la existencia de
mitos que hacen referencias a acontecimientos o héroes legendarios de gran
trascendencia histórica e influencia en el futuro que forman parte del
imaginario popular. Cada pueblo creó los suyos y los hechos a que se refieren
suelen hacer mención a victorias bélicas o gestas heroicas que enaltecen la
memoria del pasado y refuerzan la identidad nacional. Entre muchos ejemplos
podemos citar en España el Cid o la batalla de San Quintín sobre los franceses,
librada el 10 de agosto de 1557, en cuya memoria Felipe II mandó levantar el
monasterio de El Escorial (¡vaya nombre!). La historia, por el contrario,
silencia o pasa sobre ascuas respecto a las derrotas. Lo vemos por la escasa
referencia en los textos escolares a la derrota de Rocroi que nos infligieron
los franceses el 19 de mayo de 1643, que inicia el declive del imperio español.
La valoración selectiva de lo que se
considera favorable para los intereses nacionales no siempre se cumple pues no
faltan ejemplos aunque poco frecuentes, en que se conmemoran fracasos o
derrotas. Uno de ellos es la celebración en Cataluña de la “Diada” que conmemora
la caída de Barcelona en poder de las tropas de Felipe V, defendida por
catalanes y sus aliados ingleses, el 11 de septiembre de 1714. Estos eran
seguidores del pretendiente a la corona española el archiduque de Austria,
Carlos Habsburgo. La “Diada” fue declarada fiesta nacional catalana en 1980 y
es celebrada como símbolo del independentismo frente a España, cuando lo cierto
es que los vencidos luchaban por la unidad española. Es uno de tantos episodios
de tergiversación de la historia para acomodarla a los intereses políticos del
momento.
El pretexto que arguyen los secesionistas
catalanes cuando son desatendidas sus reclamaciones, es la queja de que no son
atendidas sus aspiraciones de trato preferente al de las demás autonomías. Comienzan
diciendo que “los españoles no nos entienden”, “no nos quieren”, para pasar a
continuación a la acusación de que “nos roban”. Para justificarse alegan que
Cataluña paga más de lo que recibe, basándose en que su contribución a Hacienda
es mayor que lo que el Estado invierte en la región. Este razonamiento olvida
que quien contribuye a los gastos nacionales son los ciudadanos y no los
gobiernos autonómicos, y que un principio aceptado por todos los españoles y
reconocido en la Constitución es el de la solidaridad entre territorios, y que
hay más ciudadanos ricos en Cataluña que en la mayor parte de las demás
autonomías.
Con el fin de justificar sus posiciones, la
Generalitat, y en su nombre el Centro Histórico Contemporáneo, organiza un simposio
a celebrar del 12 al 14 de octubre del presente año bajo el título “España
contra Cataluña 1714-2014”. El talante científico, veraz y neutral de las
intervenciones es fácil de adivinar. No importa que tanto supuesto expolio haya
servido para que la Comunidad Autónoma sea una de las más prósperas de España.
Como el separatismo no es una construcción
racional sino un impulso emocional, no se le puede pedir que propugne
disparates, sin reparar en los costes de todo tipo que comportan. En este
contexto, los ciudadanos deberían sopesar que la creación de un Estado
independiente es un parto distócico que provoca dolor por largo tiempo, pero la
historia nos muestra que los pueblos también pueden enloquecer, como le ocurrió
a España al enfangarse en la guerra fratricida de 1936-39.
Los gobernantes de ambas partes tienen el
deber de hacer alarde de prudencia, moderación y serenidad para evitar que las
pasiones se desborden, apelando a todos los medios a su alcance para abrir
cauces de diálogo y ofrecer información objetiva y veraz de los hechos para que
cada quien haga uso del sentido común antes de emprender un viaje sin retorno.
En tiempos de globalización, empequeñecer las unidades políticas es nadar
contra corriente y asumir innecesariamente perjuicios a Cataluña y España,
perfectamente evitables, y olvidar el viejo principio de que la unidad hace la
fuerza. Quienes olvidan estas verdades merecen el nombre de irresponsables.
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