A punto de cumplirse un lustro del
comienzo de la crisis que nos atenaza, la situación socioeconómica española no
ha hecho más que empeorar.
Desde el punto de vista macroeconómico, los
estudios del Banco de España prevén para 2013 una caída del PIB del 1,5%, un
escuálido crecimiento del 0,6% en 2014; el déficit será del 6% este año y del
5,9% el próximo; la tasa de paro variará del 27,3% al 26,8% en ambos años.
Seguimos en recesión por quinto año, y como
se ve, con mínimas expectativas de mejorar. El panorama que presenta la
sociedad española, similar al que ofrecen Grecia, Portugal e Italia, es
desolador, agravado en nuestro caso por el insoportable desempleo que afecta a
seis millones de personas entre las que están dos millones de familias sin
ningún ingreso al haber agotado el subsidio de paro. Y lo que es peor, que no
se atisban signos de inflexión, de cambio de tendencia, de que la crisis haya tocado
fondo, de que lo peor haya pasado, de ver la luz que señala la salida del
túnel.
La evolución negativa de la economía
conduce al empobrecimiento de la población como registra el VI Informe de
Foessa (Fundación de Estudios sociales y Sociología Aplicada), presentado el 20
de marzo por su director. En él se constata la existencia del 21,8% de los
españoles que viven bajo el umbral de la pobreza, indicador de que perciben
menos del 60% de la renta media nacional. De ellos, tres millones sufren
pobreza extrema que les coloca al borde de la exclusión social. Al 55% de los
jóvenes se les ha robado el futuro al no encontrar trabajo.
Estos datos se producen en un contexto de
distribución personal de la renta nacional que sitúan a nuestro país entre los
más injustos de la UE según pone de manifiesto el “Primer Informe de la
Desigualdad en España” promovido por la Fundación Alternativas. La crisis no ha
hecho sino profundizar más el abismo que separa a pobres y ricos, al haber
crecido más las rentas más altas mientras se hunden las más bajas. La clase
media se ha depauperado, pero quienes sufren los peores zarpazos de la miseria
son los que ya antes de la crisis lo pasaban mal, Esta desigualdad se hace más
hiriente al coincidir con los ingresos escandalosos de una élite por rentas de
su patrimonio y sueldos millonarios de dirigentes y consejeros de bancos y
cajas de ahorro y grandes compañías aunque hubieran llevado a la ruina a sus
empresas.
A todo esto, la política de los dos últimos
gobiernos, inspirada por el neoliberalismo económico, está lejos de dar los
frutos deseados. La línea marcada por el gobierno de José Luis Rodríguez
Zapatero a partir del 10 de mayo de 2010, fue continuada e intensificada por su
sucesor del PP, Mariano Rajoy. En síntesis, se centra en reducir a todo trance
el déficit por más que implique demoler el Estado de bienestar mediante
recortes en sanidad, educación y congelación de pensiones en contra de lo
prometido en campaña electoral, al mismo tiempo que se aprobaba la reforma laboral
para abaratar el despido. Como era de prever, el resultado fue la pérdida de
850.000 puestos de trabajo en 2012, el primer año del gobierno popular.
Al aumentar el paro y deprimirse los
salarios, en un contexto de recesión, el miedo de los trabajadores a quedarse
en la calle les obliga a aceptar la condición de cobrar menos y trabajar más.
Pero al reducirse la capacidad adquisitiva de los consumidores se contrae el
consumo y disminuye la actividad económica, y ello hace temer a los
mercados internacionales que no puedan
cobrar sus créditos, ante lo cual se defienden elevando el riesgo país que se
traduce en aumentar el tipo de interés de la deuda pública.
Por este mecanismo, el pago de intereses se
convierte en el principal capítulo del presupuesto de gasto por importe de
40.000 millones, seguido por el del subsidio de desempleo que absorbe alrededor
de 30.000 millones de euros. Frente a estas exigencias la recaudación
disminuye, con lo que rebajar el déficit se convierte en tarea imposible. El
desarrollo de los acontecimientos prueba que sin crecimiento no se puede
reducir la deuda que, por el contrario, crece año tras año, y ya ronda los
886.000 millones, equivalentes al 85% del PIB.
Esta realidad no parece convencer al
Gobierno que sigue impertérrito el tratamiento influido por las teorías
neoliberales que cautivan a la señora Merkel y compañía a riesgo de matar al
enfermo, desechando implementar estímulos a la reactivación, clave para
invertir la tendencia y salir del círculo vicioso en que estamos inmersos.
El resultado de esta política errada y
desastrosa no da otros frutos que el agravamiento de las condiciones de vida y
la pauperización de la gente, lo que no impide que un sector muy minoritario
aumente su riqueza, todo ello propiciado por una legislación fiscal antisocial
que ignora la progresividad de los tipos impositivos y basa la recaudación en
impuestos indirectos (fundamentalmente el IVA) y el IRPF que grava las rentas
salariales hasta el 56% y aplica el 19% a las rentas del capital.
A pesar de la situación extrema se mantiene
afortunadamente la paz social, gracias a tres factores que actúan a modo de colchón:
la red familiar (los hijos retrasan su emancipación y los jubilados tienen que
compartir su pensión), la economía sumergida, y la asistencia social que llevan
a cabo Cáritas, órdenes religiosas y ONG. Los tres son remedios de emergencia
que además disponen de recursos insuficientes para atender al creciente número
de personas que necesitan ayuda.
Ante el estado de malestar colectivo son
posibles dos tipos de reacciones excluyentes. El primero, deseable, sería que
el Gobierno promoviese un acuerdo entre los partidos, y a partir de ahí acometa
una profunda reforma legal que cambie el marco jurídico-político actual y
afronte la crisis como una cruzada de solidaridad, de forma que los sacrificios
inevitables se repartan con equidad entre la población. Esto haría más soportables
los recortes sabiendo que tendrían un carácter temporal.
Una acción complementaria sería proveer la
formación de un bloque político con los demás países de la cuenca mediterránea
que están soportando el mismo descontento social (Grecia, Chipre, Italia,
Francia y Portugal). Ello permitiría contener la presión de Alemania y los demás
países del norte de Europa que secundan a la primera para imponernos su cura de
caballo y austeridad forzada, tan cruel como ineficaz.
Cuando uno agota la paciencia y le
arrebatan la esperanza, se pueden esperar reacciones violentas, bruscas, imprevistas.
En cualquier caso, la desesperación es mala consejera. Entonces puede hacerse realidad
la segunda opción. Esperemos que el sentido común, la prudencia y el verdadero
patriotismo den paso a la primera opción y nos libren de la pesadilla del
segundo que sería un suicidio. No olvidemos que nuestra infausta guerra civil
tuvo un elevado componente motivacional en la tremenda injusticia social
reinante a la sazón.
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