Cuando a alguien le ruedan bien las cosas,
que parece tener el santo de cara, lo normal es creer ello se debe a méritos
propios, que se ha sabido actuar con acierto y sabiduría. Si cambian las tornas
y las circunstancias empeoran, también es habitual buscar un culpable ajeno, el
clásico chivo expiatorio.
Este razonamiento es aplicable al
sentimiento de muchos españoles con respecto a la Unión Europea. Desde el 1 de
diciembre de 1986 en que se produjo el ingreso de España junto con Portugal, la
economía experimentó un largo período de crecimiento atribuido al esfuerzo propio,
si bien reconociendo el benéfico influjo de la Europa democrática y la ayuda
económica que venía de Bruselas. Esto originó que nuestro país fuera uno de los
más europeístas.
Al abatirse la crisis económica que tan
duramente se hizo presente en España y que tan mal fue tratada en la Eurozona,
el europeismo se trocó en euroescepticismo y la que antes era nuestra salvadora
devino en la acusación de ser la causa de nuestros males.
La realidad es que los efectos de nuestra
adhesión tuvieron parte de salvación y parte de perdición. El respaldo político
y la ayuda económica que hemos recibido a lo largo de mas de una década
transformaron la piel de España, propiciaron el desarrollo económico,
favorecieron el bienestar social y aumentaron el respeto por el medio ambiente,
y en definitiva, elevaron notablemente el nivel de vida, como se puso de
relieve en el crecimiento de la renta per capita. Pasamos de ser un país subdesarrollado
o en desarrollo según la nueva terminología, a ingresar en el grupo selecto de
los desarrollados.
En gran parte la culpa de nuestros males
reside en nosotros mismos, personalizada en las políticas instrumentalizadas
por la clase política en sus diversos niveles. Hemos desaprovechado las
oportunidades que nos brindaba la inversión extranjera y en su lugar hemos
derrochado recursos en infraestructuras redundantes o irrentables. El gobierno
ha seguido una política procíclica que alimentó la burbuja inmobiliaria a costa
de endeudarnos en el exterior, lo que nos pasó factura. En vez de aumentar la
recaudación de Hacienda que permitía la fase de prosperidad para amortizar
deuda, los gobiernos, tanto de PP como del PSOE compitieron en la rebaja de
impuestos, a pesar de que la presión fiscal estaba por debajo de la media
europea. Por su parte, así las comunidades autónomas como los ayuntamientos, se
embarcaron en costosas obras faraónicas, a menudo diseñadas por arquitectos
extranjeros, que se convirtieron en cargas permanentes, si es que llegaron a su
fin, por necesidades de mantenimiento, como el caso más próximo a nosotros de
la Ciudad de la Cultura, para mayor gloria de su mentor, Manuel Fraga, que dejó
una herencia envenenada.
Si hubiera habido economistas competentes
en los gobiernos con capacidad de decisión se hubiera invertido más en
educación y sanidad, investigación, administración de justicia, reforma de la
Administración, lucha contra el fraude y redistribución personal de la renta
más equitativa para reducir sustancialmente la tasa de pobreza crónica. Pero ya
se sabe que esto produce menos réditos electorales.
De poco sirve ahora echar la culpas fuera
para tranquilizar nuestra conciencia. Como podremos cambiar nuestra suerte es
bajar al terreno de la realidad, repartir los sacrificios de forma justa, planificar
las inversiones con racionalidad dando preferencia a las que proporcionan mayor
rentabilidad social y favorecen el empleo, y despedirnos de los gastos
ostentosos de relumbrón. Todo ello a sabiendas de que nos esperan años difíciles,
con un paro insostenible para purgar los excesos del pasado.
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