martes, 30 de abril de 2013

Europa: madre y madrastra



    Cuando a alguien le ruedan bien las cosas, que parece tener el santo de cara, lo normal es creer ello se debe a méritos propios, que se ha sabido actuar con acierto y sabiduría. Si cambian las tornas y las circunstancias empeoran, también es habitual buscar un culpable ajeno, el clásico chivo expiatorio.
    Este razonamiento es aplicable al sentimiento de muchos españoles con respecto a la Unión Europea. Desde el 1 de diciembre de 1986 en que se produjo el ingreso de España junto con Portugal, la economía experimentó un largo período de crecimiento atribuido al esfuerzo propio, si bien reconociendo el benéfico influjo de la Europa democrática y la ayuda económica que venía de Bruselas. Esto originó que nuestro país fuera uno de los más europeístas.
    Al abatirse la crisis económica que tan duramente se hizo presente en España y que tan mal fue tratada en la Eurozona, el europeismo se trocó en euroescepticismo y la que antes era nuestra salvadora devino en la acusación de ser la causa de nuestros males.
    La realidad es que los efectos de nuestra adhesión tuvieron parte de salvación y parte de perdición. El respaldo político y la ayuda económica que hemos recibido a lo largo de mas de una década transformaron la piel de España, propiciaron el desarrollo económico, favorecieron el bienestar social y aumentaron el respeto por el medio ambiente, y en definitiva, elevaron notablemente el nivel de vida, como se puso de relieve en el crecimiento de la renta per capita. Pasamos de ser un país subdesarrollado o en desarrollo según la nueva terminología, a ingresar en el grupo selecto de los desarrollados.
    En gran parte la culpa de nuestros males reside en nosotros mismos, personalizada en las políticas instrumentalizadas por la clase política en sus diversos niveles. Hemos desaprovechado las oportunidades que nos brindaba la inversión extranjera y en su lugar hemos derrochado recursos en infraestructuras redundantes o irrentables. El gobierno ha seguido una política procíclica que alimentó la burbuja inmobiliaria a costa de endeudarnos en el exterior, lo que nos pasó factura. En vez de aumentar la recaudación de Hacienda que permitía la fase de prosperidad para amortizar deuda, los gobiernos, tanto de PP como del PSOE compitieron en la rebaja de impuestos, a pesar de que la presión fiscal estaba por debajo de la media europea. Por su parte, así las comunidades autónomas como los ayuntamientos, se embarcaron en costosas obras faraónicas, a menudo diseñadas por arquitectos extranjeros, que se convirtieron en cargas permanentes, si es que llegaron a su fin, por necesidades de mantenimiento, como el caso más próximo a nosotros de la Ciudad de la Cultura, para mayor gloria de su mentor, Manuel Fraga, que dejó una herencia envenenada.
    Si hubiera habido economistas competentes en los gobiernos con capacidad de decisión se hubiera invertido más en educación y sanidad, investigación, administración de justicia, reforma de la Administración, lucha contra el fraude y redistribución personal de la renta más equitativa para reducir sustancialmente la tasa de pobreza crónica. Pero ya se sabe que esto produce menos réditos electorales.
    De poco sirve ahora echar la culpas fuera para tranquilizar nuestra conciencia. Como podremos cambiar nuestra suerte es bajar al terreno de la realidad, repartir los sacrificios de forma justa, planificar las inversiones con racionalidad dando preferencia a las que proporcionan mayor rentabilidad social y favorecen el empleo, y despedirnos de los gastos ostentosos de relumbrón. Todo ello a sabiendas de que nos esperan años difíciles, con un paro insostenible para purgar los excesos del pasado.

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