En este mes de marzo se cumplen diez años
de la invasión de Irak por Estados Unidos y sobre su significado y efectos vale
la pena echar una mirada retrospectiva.
Para preparar el ambiente y justificar la
guerra preventiva, el gobierno norteamericano dio una serie de pretextos que el
tiempo se encargó de demostrar falsos: posesión por Irak de armas de
destrucción masiva, apoyo de Sadam Husein al terrorismo de Al Qaeda y, en
consecuencia, que Irak era un peligro para la paz mundial.
Washington intentó convencer al Consejo de Seguridad
de sus argumentos para que acordase la invasión, pero al no conseguirlo, tachó
a la ONU de “irrelevante”, y en un gesto de prepotencia y unilateralismo lanzó
un ultimátum perentorio de 48 horas desde las islas Azores en compañía del premier
británico Tony Blair y del presidente del gobierno español José Mª Aznar.
Cumplido el plazo, desencadenó un ataque demoledor por tierra, mar y aire el 20
de marzo de 2003 que el presidente denominó “justicia infinita”, para cambiarle
el nombre días después por el de “libertad duradera”.
La operación fue secundada inicialmente por
Gran Bretaña y España –el trio de las Azores- pero encontró el rechazo de
Francia y Alemania que pedían continuar las inspecciones de la ONU para
conseguir el acuerdo del Consejo de Seguridad. Por culpa de la ilegalidad en
que se incurría se produjeron multitudinarias manifestaciones populares de
protesta en muchos países, y Turquía, que había ofrecido 14.000 hombres para participar
en la operación, dio marcha atrás y prohibió el paso de tropas por su
territorio.
Los planes militares del Pentágono con el
apoyo de un impresionante despliegue de fuerza lograron una rápida y aplastante
victoria sobre el esperpéntico ejército iraquí que la propaganda había
presentado como fuertemente armado, pero fallaron estrepitosamente en el
planteamiento de la ocupación del país y en el trato dispensado a la población
civil.
El presidente Bush dio por terminada la
guerra el 1º de mayo para entrar en la segunda fase, la de la ocupación. La
invasión se planteó en la creencia de que la población iraquí, cansada de la
sangrienta dictadura de Sadam recibiría a los soldados norteamericanos con los
brazos abiertos, como libertadores. Esta visión resultó totalmente errónea, de
lo que tuvo buena parte de culpa el comportamiento brutal de los invasores, el
desconocimiento y falta de respeto a la cultura indígena y al mosaico de etnias
y religiones formado por suníes, chiíes, kurdos, cristianos y turcomanos con
intereses contrapuestos.
Para complicar y dificultar más la
pacificación, los ocupantes desmovilizaron los restos de las fuerzas armadas y
disolvieron la policía con una acusada falta de tacto. Estas medidas crearon un
vacío de poder, aumentaron el paro y el descontento, al tiempo que de ambas
instituciones salían voluntarios de la resistencia. A todo ello aun habría que
añadir el empleo de armas de guerra contra la población civil en ciudades como
Faluya, incluidos bombardeos aéreos y artilleros; y el fallo de los servicios
públicos que sumieron al país en el caos y la desesperación. Cualquier resto de
simpatía que pudiera quedar se esfumó cuando se hicieron públicas las torturas
y vejaciones infligidas a los prisioneros en la cárcel de Abu Graib.
Como consecuencia, poco después de
terminadas las hostilidades menudearon los atentados, los sabotajes contra los
oleoductos, la colocación de minas en las carreteras, la explosión de coches
bomba conducidos por suicidas, sobre todo frente a los centros de
reclutamiento, y en el secuestro de civiles como arma de chantaje y extorsión.
La detención de Sadam nueve meses después de la invasión que se creyó
provocaría el desplome de la insurgencia, contribuyó más bien a reforzarla.
Los 150.000 soldados que llegaron a ocupar
el país se mostraron impotentes para garantizar un mínimo de seguridad ciudadana, lo que indujo al
secretario general de Naciones Unidas, Kofi Annan a retirar su personal tras ser
asesinado su representante, el brasileño Vieira de Melo. El regreso del
contingente español en abril, en cumplimiento de una promesa electoral del PSOE
asestó un duro golpe a la coalición, decisión que fue seguida por otros
gobiernos, presionados por su opinión pública.
Finalmente, el nuevo presidente Barak Obama
resolvió retirar las tropas de combate el 31 de agosto de 2010 salvo 50.000
hombres acantonados allí.
Según diferentes testimonios después del
atentado del 11 de septiembre de 2001 el presidente Bush se propuso atacar Irak
con objetivos múltiples: controlar el suministro de petróleo, imponer su
hegemonía en la región de Oriente Próximo, preservar la seguridad de Israel,
acercar su ejército a Siria, Irán y Arabia Saudí, y hasta vengarse de Sadam porque
“quiso matar a mi papá”, y sobre todo, porque “iba a implantar un modelo de
democracia en la región”. Transcurridos diez años del inicio de la agresión,
casi nada se ha conseguido; 122.000 muertos solo trajeron a Irak corrupción,
paro, fragilidad democrática y hundimiento del nivel de vida.
La historia muestra que los estrategas del
Pentágono no aprendieron las lecciones de la historia reciente y
particularmente de Vietnam y, como dijo Santayana, los pueblos que olvidan su
historia están condenados a repetirla.
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