En nuestros días es perceptible una acusada
proclividad a adular a los jóvenes, acompañando esta actitud de un cierto
menosprecio de los mayores, a los que en la jerga callejera se aplican términos
un si es no es despreciativos (carroza, abuelete, vejestorio). Quizás el
endiosamiento juvenil tuvo su cenit en
mayo del 68, cuando los estudiantes creyeron que la realización de sus sueños
estaba la vuelta de la esquina. En este marco se inscribe la reivindicación del
derecho a votar a los 16 años.
Cada época tiene sus modas que como tales
desaparecen para dar paso a otras,
aunque puedan ocasionar ciertos cambios sociológicos, a menudo más epidérmicos
que reales.
El culto del juvenilismo y su correlativo
desdén por la madurez y la ancianidad deben ser vistos como excesos, y todo
extremo es vicioso. Cada edad tiene sus virtudes y defectos, y el equilibrio,
como condición de armonía y bienestar social
requiere la utilización máxima de las aportaciones de todos.
Como toda acción engendra una reacción, a
la impaciencia de los jóvenes corresponde la resistencia de los mayores a
apearse de los máximos puestos decisorios y su empecinamiento en mantenerse en
ellos, sin reconocer los efectos que inevitablemente produce el paso del
tiempo. Así asistimos a un juvenilismo popular coexistiendo con un dominio de
la gerontocracia. Sin duda tales comportamientos son contrarios a la razón por lo que tienen de extremas, y es deseable
que, en aras de la equidad y
racionalidad se consiga un entendimiento en el punto medio, si bien hoy por hoy
las soluciones propuestas al conflicto generacional distan mucho de aquella
virtud.
En general, se acepta sin discusión que los
niños adquieren en la actualidad conocimientos y formación a un ritmo mucho más
rápido que todo lo conocido anteriormente, sobre todo en el manejo de aparatos
electrónicos, por lo que los jóvenes estarían capacitados para desempeñar un
papel más activo en la sociedad del que les fue asignado a sus padres. En la
práctica, sin embargo, muchos encuentran obstáculos insalvables para conseguir su primer empleo, negándoseles
la oportunidad de completar su formación con el ejercicio de la práctica. Resultado
de esta flagrante contradicción es el dramático nivel de paro juvenil que en
España ronda el 50% de los comprendidos entre los 16 y 25 años. Nada tiene de
extraño, por tanto, que su más sentida y legítima reivindicación consista en la obtención de un puesto de
trabajo adecuado a su formación, en consonancia con los derechos que reconoce la Constitución.
Por su parte los mayores se atrincheran en
sus posiciones y solo la forzosa jubilación va aclarando sus filas. Bien es
cierto que la jubilación adolece de defectos. La medida solamente afecta a los
asalariados, que en este terreno son discriminados en relación con los
autónomos. Curiosamente, la jubilación a fecha fija tampoco rige para los
políticos, y no es raro ver cómo muchos jefes de Estado acceden a la máxima
magistratura a edades muy por encima de
lo que se tolera en la actividad
profesional o la
Administración pública. Y ello ocurre, tanto si el ascenso es
fruto de la elección popular como si obedece a un acto inapelable de fuerza. No
es fácil comprender, por ejemplo, que un general sea considerado inhábil para
mandar una división después de la edad de retiro, y en cambio pueda ser elegido
para gobernar el país. Donald Trump ganó la presidencia a los 71 años.
La cuestión que subyace es si la
creatividad y plenitud de facultades se
alcanza en la juventud o si resiste el paso de los años, y pera ello no hay
respuesta científica, pues ambas tesis pueden defenderse con ejemplos
igualmente válidos. El compositor italiano Juan Bautista Pergolesi nos legó su
“Stabar Mater” antes de morir a los 26 años, y la misma edad tenían cuando fallecieron el poeta nacional húngaro
Sandor Petöfi y el inglés John Keats, dejándonos, no obstante, obras inmortales.
Ejemplos de madurez y aun de senectud creadoras tampoco faltan. Desde
Cervantes, que completó la segunda parte
del “Quijote” en 1615
a los 68 años, hasta Verdi, que compuso su ópera bufa
“Falstaff” a los 80, pasando por Goethe, que dio fin a la segunda parte de
“Fausto” una vez cumplida la misma edad, y sin remontarnos a Sófocles que, ya
octogenario, dio fin a su más famosa tragedia “Edipo en Colona”.
Se podrá alegar, no sin razón, que en ambos
supuestos se trata de casos excepcionales, y sin duda lo son, por lo que no
cabe deducir de ellos principios generales
o conclusiones definitivas.
Es indudable que, para el común de los
mortales el tiempo va imprimiendo su huella indeleble, y cuando se entra en la
ancianidad comienza el último ciclo
vital en el que la resistencia física,
la adaptación a los cambios, la facultad de concentración mental, y la memoria
decrecen progresivamente. En consecuencia, no podemos considerar la
jubilación como una medida arbitraria y
caprichosa, sino como el reconocimiento
de un declive ineluctable que avisa de la necesidad del relevo
generacional de renovarse y cambiar la
experiencia y serenidad de unos por el impulso y entusiasmo de otros.
Desgraciadamente, la comprensión y
generosidad no es patrimonio exclusivo de ninguna edad y por ello es tan fácil topar
jóvenes a quienes consume la impaciencia por escalar los puestos más
altos ocupados por personas mayores que se niegan a reconocer la evidencia y se empeñan en morir “con las botas puestas”.
La sociedad está formada por personas de
muy diferentes edades y aptitudes, pero todas pueden y deben colaborar a
hacerla más humana, más acogedora, más sana.
Las distintas etapas del ciclo biológico
que constituyen la vida tienen limitadas sus potencialidades y reconocerlo así
en cada caso forma parte del arte de vivir que todos debemos esforzarnos en
aprender y practicar.
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