viernes, 28 de abril de 2017

Prisa juvenil vs. tozudez senil



    En nuestros días es perceptible una acusada proclividad a adular a los jóvenes, acompañando esta actitud de un cierto menosprecio de los mayores, a los que en la jerga callejera se aplican términos un si es no es despreciativos (carroza, abuelete, vejestorio). Quizás el endiosamiento juvenil  tuvo su cenit en mayo del 68, cuando los estudiantes creyeron que la realización de sus sueños estaba la vuelta de la esquina. En este marco se inscribe la reivindicación del derecho a votar a los 16 años.
    Cada época tiene sus modas que como tales desaparecen  para dar paso a otras, aunque puedan ocasionar ciertos cambios sociológicos, a menudo más epidérmicos que reales.
    El culto del juvenilismo y su correlativo desdén por la madurez y la ancianidad deben ser vistos como excesos, y todo extremo es vicioso. Cada edad tiene sus virtudes y defectos, y el equilibrio, como  condición de armonía y bienestar social requiere la utilización máxima de las aportaciones de todos.
    Como toda acción engendra una reacción, a la impaciencia de los jóvenes corresponde la resistencia de los mayores a apearse de los máximos puestos decisorios y su empecinamiento en mantenerse en ellos, sin reconocer los efectos que inevitablemente produce el paso del tiempo. Así asistimos a un juvenilismo popular coexistiendo con un dominio de la gerontocracia. Sin duda tales comportamientos son contrarios a la razón  por lo que tienen de extremas, y es deseable que, en aras de la  equidad y racionalidad se consiga un entendimiento en el punto medio, si bien hoy por hoy las soluciones propuestas al conflicto generacional distan mucho de aquella virtud.
    En general, se acepta sin discusión que los niños adquieren en la actualidad conocimientos y formación a un ritmo mucho más rápido que todo lo conocido anteriormente, sobre todo en el manejo de aparatos electrónicos, por lo que los jóvenes estarían capacitados para desempeñar un papel más activo en la sociedad del que les fue asignado a sus padres. En la práctica, sin embargo, muchos encuentran obstáculos insalvables  para conseguir su primer empleo, negándoseles la oportunidad de completar su formación con el ejercicio de la práctica. Resultado de esta flagrante contradicción es el dramático nivel de paro juvenil que en España ronda el 50% de los comprendidos entre los 16 y 25 años. Nada tiene de extraño, por tanto, que su más sentida y legítima reivindicación  consista en la obtención de un puesto de trabajo adecuado a su formación, en consonancia con los derechos que reconoce la Constitución.
    Por su parte los mayores se atrincheran en sus posiciones y solo la forzosa jubilación va aclarando sus filas. Bien es cierto que la jubilación adolece de defectos. La medida solamente afecta a los asalariados, que en este terreno son discriminados en relación con los autónomos. Curiosamente, la jubilación a fecha fija tampoco rige para los políticos, y no es raro ver cómo muchos jefes de Estado acceden a la máxima magistratura  a edades muy por encima de lo que se tolera en la actividad  profesional o la Administración pública. Y ello ocurre, tanto si el ascenso es fruto de la elección popular como si obedece a un acto inapelable de fuerza. No es fácil comprender, por ejemplo, que un general sea considerado inhábil para mandar una división después de la edad de retiro, y en cambio pueda ser elegido para gobernar el país. Donald Trump ganó la presidencia a los 71 años.
    La cuestión que subyace es si la creatividad y plenitud de facultades  se alcanza en la juventud o si resiste el paso de los años, y pera ello no hay respuesta científica, pues ambas tesis pueden defenderse con ejemplos igualmente válidos. El compositor italiano Juan Bautista Pergolesi nos legó su “Stabar Mater” antes de morir a los 26 años, y la misma edad tenían  cuando fallecieron el poeta nacional húngaro Sandor Petöfi y el inglés John Keats, dejándonos, no obstante, obras inmortales. Ejemplos de madurez y aun de senectud creadoras tampoco faltan. Desde Cervantes, que completó la segunda parte  del “Quijote” en 1615 a los 68 años, hasta Verdi, que compuso su ópera bufa “Falstaff” a los 80, pasando por Goethe, que dio fin a la segunda parte de “Fausto” una vez cumplida la misma edad, y sin remontarnos a Sófocles que, ya octogenario, dio fin a su más famosa tragedia “Edipo en Colona”.
    Se podrá alegar, no sin razón, que en ambos supuestos se trata de casos excepcionales, y sin duda lo son, por lo que no cabe deducir de ellos  principios generales o conclusiones definitivas.
    Es indudable que, para el común de los mortales el tiempo va imprimiendo su huella indeleble, y cuando se entra en la ancianidad  comienza el último ciclo vital  en el que la resistencia física, la adaptación a los cambios, la facultad de concentración mental,  y la memoria  decrecen progresivamente. En consecuencia, no podemos considerar la jubilación  como una medida arbitraria y caprichosa, sino como el reconocimiento  de un declive ineluctable que avisa de la necesidad del relevo generacional de  renovarse y cambiar la experiencia y serenidad de unos por el impulso y entusiasmo de otros.
    Desgraciadamente, la comprensión y generosidad no es patrimonio exclusivo de ninguna edad y por ello es tan  fácil topar  jóvenes a quienes consume la impaciencia por escalar los puestos más altos ocupados por personas mayores que se niegan a reconocer la evidencia  y se empeñan en morir “con las botas puestas”.
    La sociedad está formada por personas de muy diferentes edades y aptitudes, pero todas pueden y deben colaborar a hacerla más humana, más acogedora, más sana.
    Las distintas etapas del ciclo biológico que constituyen la vida tienen limitadas sus potencialidades y reconocerlo así en cada caso forma parte del arte de vivir que todos debemos esforzarnos en aprender y practicar.

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