domingo, 16 de abril de 2017

Declive de un imperio



    Tras el final victorioso en la II Guerra Mundial, Estados Unidos se vio convertido en la única superpotencia, en posesión exclusiva de la bomba atómica y sin rival a la vista. Su economía representaba casi la mitad de la mundial mientras Europa quedaba hecha unos zorros, la Unión Soviética destruida, Japón desarmado y China sumida en su atraso secular.

    Pero la historia es un proceso dinámico y los cambios no tardaron en llegar. El primero fue la posesión por la URSS de armas nucleares en 1948 en detrimento del monopolio que ostentaba el gobierno norteamericano. A partir de ahí se inicia la guerra fría con dos organizaciones militares enfrentadas, la OTAN y el Pacto de Varsovia, las cuales no podían atacarse por la amenaza implícita de la destrucción mutua asegurada.

    En su lugar ventilaron sus diferencias en guerras periféricas en las que las dos naciones alimentaban a cada uno de los bandos en lucha, con armas y dinero. Uno de los mayores conflictos bélicos tuvo lugar en la península de Corea entre los comunistas apoyados por China y EE.UU que terminó en 1953 con un armisticio (el tratado de paz sigue sin firmarse). De él surgieron dos Estados: Corea del Norte y Corea del Sur, separados por el paralelo 38. El ejército norteamericano hubo de retirarse, siendo la primera guerra en que participaba sin ganarla.

    El siguiente fracaso bélico se produjo en Vietnam, de donde el mismo ejército salió de prisa y corriendo en 1975 para no escenificar la derrota, después de haber sufrido 50.000 muertos sin conseguir ningún objetivo.

    Estas costosas aventuras pusieron en cuestión el poderío norteamericano pero no erosionaron gravemente su capacidad militar y un nuevo bandazo de la historia le devolvió la supremacía como potencia sin rival. Sucedió en 1991 con la implosión  del imperio soviético y la abolición del Pacto de Varsovia. El sistema volvió a ser monopolar y muchas calificadas opiniones pronosticaban que el XXI sería  un siglo de EE.UU.

    Pero he aquí que el 11 de setiembre de 2001 se producían los atentados terroristas que estrellaron aviones contra las torres gemelas de Nueva York y el Pentágono y ocasionaron varios miles de muertos. El presidente George W. Bush, para castigar a los autores, instigados por Al Qaeda dirigida por el árabe Bin Laden, residente en Afganistán, invadió este país, olvidando la experiencia de la URSS que tras ocho años de combates tuvo que abandonarlo sin cumplir los fines previstos.

    Cuando se olvida la experiencia y se persiguen los mismos fines con los  iguales medios, el fracaso está asegurado. En 2003 se repitió la aventura con la invasión de Irak en que la victoria se logró pronto pero las operaciones militares fueron sustituidas  por la actividad terrorista. El grueso de las tropas de ocupación se han retirado a partir de 2013,  mas lo mismo en Irak que en Afganistán permanecen muchos efectivos cuya tarea imposible es defenderse de los atentados y conseguir un mínimo de estabilidad política y su propia seguridad. En el primero de ellos las cosas se complicaron aun más con la interminable guerra civil siria en la que están implicadas varias potencias con intereses contrapuestos.

    Estamos ahora situados en una situación muy distinta de la de 1945 y 1991. El mundo ya no es monopolar. Nuevas potencias emergen para disputar la supremacía de EE.UU. Rusia aspira a recuperar su papel y China e India son dos rivales con los que habrá que contar. Los tres poseen importantes arsenales de armamento nuclear. No incluyo a la UE porque, si bien es un gigante económico, en política no pasa de ser un enano enfrascada en sus problemas internos agudizados por el “Brexit”.

    A medida que crece la relevancia de los tres países citados disminuirá la de Norteamérica. Incluso países de escasa importancia desde el punto de vista geoestratégico se permiten desafiarla como es el caso de Corea del Norte que, amparada por China, continúa realizando ensayos nucleares y de misiles con la alarma consiguiente de Seúl y Tokio.

     

    Como no podía por menos de ocurrir, el desmesurado gasto a que obliga el papel de bombero, hace efectos en la capacidad de dominio de un país por muy poderoso que sea. Sobre todo cuando las necesidades crecen a mayor ritmo que el PIB, la pérdida de poder se hace inevitable.

    El presupuesto de defensa estadounidense equivale al conjunto de todos los demás. Ser el número uno comporta  muchos compromisos, más de los que el aumento de los recursos permite sostener. Muchos imperios han caído como tales  a consecuencia de haber perdido una guerra, de lo que fueron víctimas Alemania, Austria, Hungría y Turquía, que  encabezaron la lista de perdedores de la Gran Guerra. El caso de EE.UU es diferente. Asistiremos a un proceso de descenso relativo lento y prolongado. A ello contribuirán muchos factores, tales como estar en posesión de una moneda mundial, el derecho de veto en el Consejo de Seguridad, disponer de armamento nuclear y un nivel superior de desarrollo científico-técnico.

    El cambio de un mundo monopolar a otro multipolar  no asegura  una prolongada era de paz según nos muestra la historia, como se vio antes de iniciarse las dos guerras mundiales. Siempre aparecerá un antagonista que buscará por todos los medios la preeminencia.

    Es de esperar una larga etapa turbulenta con guerras regionales ante las cuales el líder mundial se debatirá en un dilema: cuanto más intervenga en ellas más se debilitará, y si se abstiene,  dejará de ser temido por sus competidores. Entre tanto, estos incrementarán su influencia en la política internacional, y la solución de los conflictos será imposible sin  su conformidad. Situaciones de este tenor  las vemos ya, especialmente en el Medio Oriente, donde los intereses en juego de Irán, Arabia y Turquía demoran el acuerdo que   ponga fin a la guerra siria y devuelva la estabilidad política a la región, la más  conflictiva de cuantas existen.

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