La película “Volaverunt” de Bigas Luna,
presentada en el festival de cine de San
Sebastián de 1999, pone de actualidad a varios personajes históricos que
vivieron a caballo de los siglos XVIII y XIX, entre ellos a Godoy –un apellido
oriundo de Galicia- que no goza ciertamente de buena prensa entre los
historiadores.
Como persona y como político merece mayor
atención de la que le han dedicado los libros de historia. Es de esperar que al
cumplirse los 250 años de su nacimiento, su ciudad natal, Badajoz, reivindique
su memoria, con todas las luces y sombras que la rodean.
Manuel Godoy Álvarez Faria nació en 1767 e
ingresó siendo adolescente en la guardia de corps donde conoció y enamoró a María
Luisa de Parma, esposa del entonces
príncipe heredero que reinaría como Carlos IV a partir de 1788. Gracias a tan
alta protección escaló raudo la cumbre del poder, siendo nombrado primer
ministro a los 25 años, un caso de precocidad nunca conocido antes en la
historia de España. Su apostura y los cargos que ocupó, en parte gracias a
ella, hicieron de él un Don Juan que, como declara el personaje de Zorrilla,
incluyó en sus conquistas a damas de la más alta cuna y a la que pesca en ruin
barca. En efecto, en los momentos de
mayor gloria, disfrutó al mismo tiempo de los favores de la reina, de la
duquesa de Alba, de su esposa la condesa de Chinchón y de Pepita Tudó, una
joven andaluza de familia modesta que
conoció siendo niña, la hizo su amante y con el tiempo la ennobleció como
duquesa de Peñafiel. Su vanidad no tenía límites. Consiguió los títulos de
príncipe de la Paz,
primer duque y marqués de Alcudia, duque de Sueca, barón de Marcalbó en
Cataluña, príncipe de Godoy, príncipe de Bassano en Italia, conde de Evoramente
en Portugal, señor de Soto en Roma y de la Albufera, bailío de la orden de San Juan, generalísimo
de los Ejércitos y almirante de España
con tratamiento de Alteza. A estos títulos el pueblo le añadió el de
“Choricero”. También su avaricia era notable como se desprende de la posesión
de más de mil cuadros de pintura cuyo valor actual sería incalculable.
Pero la fortuna es inconstante por naturaleza
y su estrella comenzó a declinar con los vaivenes de la política. El 19 de
marzo de 1808 el motín de Aranjuez
obligó a abdicar a Carlos IV en favor de su hijo Fernando VII, enemigo
declarado de Godoy, y éste, perdido el amparo regio y con el odio que le
profesaba el nuevo soberano, hubo de exiliarse en París, donde falleció en
1851, pobre y olvidado de todos. “Sic transit gloria mundi”, como recitan los
papas al ser elegidos. Sus restos descansan en el cementerio de Pére Lachaise
donde le hace compañía una pléyade de genios artísticos y literarios como
Chopin, Bizet, Proust, Oscar Wilde y un largo etcétera. Mejor compañía,
imposible.
Su trayectoria política registra triunfos
espectaculares y fracasos notables que lo fueron también para su país. Intentó
salvar la vida de Luis XVI de la guillotina, y al no conseguirlo, declaró la
guerra a los revolucionarios que fue conducida hábilmente por el general
Ricardos y concluyó con la paz de Basilea de 1795 por la que España recuperaba
Cataluña, Navarra y las Vascongadas que habían ocupado los franceses, a cambio
de la entrega de la mitad de la isla de Santo Domingo que hoy constituye la
república de Haiti.
Cambiando de tercio, en virtud del tratado
de San Ildefonso (1795), se alió con Napoleón en su lucha contra Inglaterra y este
enfrentamiento le costó a España las derrotas navales del cabo San Vicente y
sobre todo la de Trafalgar. Tres años después se acabaría su meteórica carrera, cuando contaba
41 años de edad.
Un hecho al que los biógrafos no suelen dar
demasiada importancia es su victoria incruenta en la llamada “guerra de las
naranjas”, que supuso la anexión de Olivenza por el tratado de Badajoz de 1801,
origen de un contencioso con la nación vecina que ve en dicha ciudad su
Gibraltar irredento. Desde entonce la frontera discurre por el Guadiana pero
Portugal no la reconoce oficialmente, de
modo que ha quedado excluido ese tramo
de los acuerdos de límites de 1864 y 1926. Por esta razón, el gobierno
portugués se opuso a la participación de España en la reconstrucción del puente
de Ajuda entre Olivenza y Elvas, destruido por las tropas españolas en la
retirada de la guerra de Sucesión.
Probablemente nuestro personaje no fue un
político tan nefasto como algunos historiadores lo describen, ni tan sagaz y
prudente como quisieran los pacenses, sus paisanos. Ni siquiera como persona
puede ser juzgado con extremo rigor ni con complaciente benevolencia, ya que en
su comportamiento hubo de todo. Entre las personas normales no se dan los
caracteres de una pieza que admiten una calificación tajante de buenos o malos.
Como escribió Marañón en el prólogo de su biografía de otro valido famoso,
Antonio Pérez, “quizá sea en el tránsito por la alturas la prueba decisiva para
juzgar de la profunda condición moral de los seres humanos, y más a medida que
el poder es más absoluto, porque nada nos acerca más a Dios como el poder de destruir,
con una palabra, la felicidad o el dolor de nuestros semejantes”. De esta
prueba no parece que Godoy pueda ser precipitado a los infiernos ni elevado a
los altares. Para conocer su verdadera valía y su fuste moral, merece la pena
ahondar en su vida y la época en que le tocó vivir.
Godoy es un ejemplo paradigmático de que
cuanto más alto se sube más dura será la caída. Una lección no aprendida por
políticos y profesionales contemporáneos que han visto destrozada su fama y
honor por haber caído en las garras de la codicia. A ellos les son aplicables
las palabras de Pedro Calderón de la
Barca “Acertar en lo más no importa si se yerra en lo
principal”.
1 comentario:
¡Vaya con el personaje!. La avaricia rompe el saco, pero así ha sucedido en los últimos siglos.Ahora bien, aunque algo bueno habrá hecho, pesa mucho más lo negativo. Su vida no ha sido nada ejemplar, aunque fuese un sagaz político. Dios le habrá juzgado, pero tendrá que pasar una buena temporada en el Purgatorio.
Gracias por el artículo. Nunca había leido tantas líneas sobre la vida de este personaje. Un abrazo.
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