Al terminar la II
Guerra Mundial se inició una corriente socialdemócrata que
buscaba proteger a los ciudadanos en situaciones de infortunio como pueden ser
la vejez, la enfermedad o el paro, lo que se tradujo en un sistema público de
pensiones, sanidad y educación universales y gratuitas, y prestaciones de
desempleo. Al conjunto de estas medidas sociales se les dio el nombre de Estado
de bienestar.
El sistema
fue tachado de intervencionista, y para combatirlo se abrió paso el
neoliberalismo económico inspirado en las teorías elaboradas por la Escuela de Chicago y adoptadas
inicialmente en la década de los ochenta por dos gobernantes anglosajones:
Ronald Reagan en EE. UU y Margaret Thatcher en Inglaterra. El objetivo era
promover la máxima libertad de actuación a la iniciativa privada a cambio de
restar atribuciones al Estado, al que se acusaba de ser el problema y no la
solución, debilitar a los sindicatos y facilitar la libre circulación de bienes,
servicios y capitales. La tendencia se extendió por muchos países, entre otros
los miembros de la UE,
y en todas partes se procedió a privatizar los servicios públicos, a los que se
redujo la asignación de recursos públicos como consecuencia de las rebajas de
impuestos para así poder acusarlos de ineficientes. Se crearon planes privados
de pensiones, se apoyó la enseñanza privada y se aceptaron inversiones privadas
en la sanidad.
Para el
neoliberalismo la eliminación de
funciones del Estado no impide contar con él como instrumento de último recurso
en situaciones de crisis que confirman la falsedad de las teorías según las
cuales el mercado se corrige por sí mismo. En estos casos se utiliza como
chantaje la pérdida de empleo de miles de trabajadores. Basta recordar el
rescate de los bancos, el de las autopistas radiales o el fracaso de la
construcción de un almacén de gas en las costas de Tarragona y Castellón.
La fórmula
consiste en privatizar las ganancias y socializar las pérdidas. El Estado se
convierte en salvador del gran capital y entre tanto, las grandes fortunas
eluden la presión fiscal y defraudan los impuestos sirviéndose de los paraísos
fiscales cuya existencia se mantiene pese a las promesas de los políticos que
una vez expresadas caen en el olvido. Son instituciones cuya actividad favorece
especialmente a los tiburones financieros y a los tráficos ilícitos gracias al secreto bancario.
El resultado
de la evolución ideológica en la situación actual en que crecen simultáneamente
el empobrecimiento de la clase media y la ganancia de una élite oligárquica aunque
a muy distinto ritmo, se crea empleo con contratos basura a la vez que se
incrementa la corrupción de los políticos y la desigualdad social. Sirva de ejemplo el reciente informe del
Banco de España el cual apunta que el 1% más rico posee el 20% de la riqueza de
España. Lo peor, si cabe es que su participación pasó del 16,87% en 2011 al
20,27% en 2014.
En este
contexto se explica el disgusto de tanta gente que dio lugar al surgimiento
de nuevos partidos políticos
reivindicativos que ilusionaron a muchos electores, si bien las esperanzas
puestas en ellos no han sido de momento confirmadas por los hechos. Todo ello
configura lo que podríamos llamar el Estado de malestar. Se necesitan fórmulas innovadoras
que faciliten la distribución equitativa
de la renta nacional entre todos los ciudadanos a fin de que la brecha que separa a ricos y pobres, a ganadores y
perdedores, tienda a estrecharse en
lugar de agrandarse como ahora sucede . La primera medida debería consistir en
que el tratamiento fiscal de las rentas de capital sea similar al que soportan
las procedentes del trabajo.
España y el
mundo están a la espera de nuevas políticas que de forma pacífica conduzcan la
nave de los Estados a arbitrar soluciones realistas y justas que respeten las
libertades individuales y los derechos humanos. Ojalá que la espera no se haga
interminable.
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