Aunque no siempre ha sido así, es lo cierto
que desde hace muchos años, la lotería de Navidad es, con el turrón,
indisociable de la fiesta con que los cristianos celebramos el nacimiento de
Jesús en Belén.
Los españoles soñamos hasta el 22 de
diciembre que la veleidosa nos distinguirá ese día y que derramará sobre
nosotros los frutos del cuerno de la abundancia en forma del anhelado “gordo”.
Por más que las probabilidades de que el deseo se haga realidad son mínimas,
cada apostante confía en ser el afortunado del azar. No importa que año tras
año la ilusión vaya seguida del desengaño. La esperanza de convertirse en
millonario de la noche a la mañana se sostiene incólume, y por ello tentamos la
suerte una y otra vez, convencidos de que en la próxima la suerte no fallará.
Lo único cierto, sin embargo, es que solo
una de las partes que intervienen tiene asegurada la ganancia. Esto es, el
Tesoro público, que se queda con el beneficio del sorteo y que desde el año
pasado recauda el 20% de los premios
superiores a 2.500 euros. Su cuota no está sujeta al azar sino que depende de
la cantidad de billetes vendidos.
En caso de que usted juegue fuerte –si
solamente adquiere participaciones, no se preocupe; no verá su vida alterada- conviene que planifique qué va a hacer con la
lluvia de millones que le puede caer del cielo, y piense en lo que no debe
hacer, y sobre todo, cómo defenderse de lo que se le vendría encima.
Lo mejor que podría hacer en tan singular
supuesto sería contratar a un “negro” que se presente como el agraciado, que
fue lo que urdió un ganador con un negro de verdad, de Gambia por más señas, el
12 de noviembre de 1994 en Calella de Mar, el cual se presentó como único
acertante de un boleto premiado con 2.372 millones de pesetas, en tanto el
verdadero ganador pasaba desapercibido.
Si usted resultara ser el nuevo Creso en
Navidad y pasase por alto el consejo, dispóngase a soportar las consecuencias.
Su vida habrá dado un giro de 180 grados y notará que tiene más amigos de los
que nunca pensó. La primera visita será la de los “chicos de la prensa” ávidos
de dar la noticia y al mismo tiempo preguntarle qué piensa hacer con el dinero
ganado. Prepare alguna respuesta más original que la consabida de cambiar de
coche o emprender un viaje, que ya está muy vista. Junto con los periodistas
vendrán los vecinos y compañeros de trabajo que esperan de usted “un detalle”
que habrá de incluir como mínimo el descorche de cava.
Estarán a la cola los comerciales de bancos
para presentarle las ventajas que le ofrecen si les confía el depósito y cobro
del premio. Aunque usted fuera un don nadie al que no habrían prestado mil
euros, harán lo imposible para que se sienta importante en adelante.
A partir de que su nombre aparezca en los
medios su teléfono no dejará de sonar para darle la enhorabuena y también
sugerirle las más extrañas propuestas de negocios seguros. Un pariente del que
había perdido la memoria le recordará el cariño que siempre profesó a su
familia, y comenzará a recibir cartas de entidades benéficas y religiosas con
llamamientos a su sentido de la caridad cristiana para socorrer mil y una
necesidades a su alcance. Capitanes de industria y expertos financieros se pelearán
por hacerle llegar sus proyectos de fantásticas inversiones superrentables. En
una palabra, se habrá convertido usted
en carnaza de todas las especies
conocidas de rapaces.
Quienes no hubieran apostado o perdido lo
jugado, consuélense pensando que habrán contribuido –aunque involuntariamente-
a aliviar el déficit público que pende como la espada de Damocles sobre
Hacienda. A veces hacemos el bien sin mirar a quién.
Finalmente, después de lo vivido, nunca
está de más el uso de la prudencia, porque no hay poco que no baste ni mucho
que no se gaste y porque la suerte, al contrario del cartero, no acostumbra a
llamar dos veces.
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