Desde que los primeros homínidos
aparecieron sobre la faz de la tierra se encontraron en un ambiente hostil y
hubieron de enfrentarse a peligros mortales, como un destino fatal de la
especie humana. Las primigenias amenazas
provenían de la naturaleza con sus fenómenos extremos, sus oscilaciones
climáticas y la convivencia con animales salvajes, pero a medida que fue
creciendo la población fueron haciéndose más palpables nuevos riesgos derivados de la competencia
con otros humanos como manifestaciones de
la agresividad y violencia, propias de nuestra condición. Desde la noche de los
tiempos, nuestros ancestros hubieron de pagar duros peajes por el derecho a vivir, convirtiendo la existencia en una
actividad de riesgo.
Superar la multitud y diversidad de los
problemas que nos acucian constituyen otros tantos desafíos que se nos
plantean, así en el plano individual como en el colectivo.
Podemos considerar como uno de los más
preocupantes el de proporcionar alimentos suficientes a toda la población del
mundo, cuyo número crece constantemente. Al comienzo de 2017 los habitantes del
planeta rondan los 7.500 millones y se estima que en 2050 la cifra oscilará
entre 9.600 y 10.000 millones. Actualmente son 800 millones los que viven en la
pobreza extrema y aunque la suma ha descendido en los últimos años, nadie puede
predecir que siga haciéndolo en adelante.
La
FAO (Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) calcula
que las cosechas de alimentos deberán aumentar el 70% en este período. Se
confía en conseguir el objetivo propuesto mejorando la productividad de la
tierra con el empleo intensivo de abonos químicos, semillas transgénicas,
pesticidas e insecticidas, la ampliación de regadío y, finalmente, la
roturación de terrenos cada vez menos fértiles. En todo caso, vemos que el aumento de producción choca con
dos factores limitativos: la disponibilidad de tierra cultivable como queda
expuesto, y el agua. El líquido elemento
no solo es finito sino que además su distribución espacial y temporal es irregular. En el
primer caso, mientras en algunas regiones hay exceso de humedad, en otras más
extensas, la pluviosidad es tan escasa
que resulta incompatible con muchos cultivos, sin tener en cuenta la enorme
superficie que ocupan los desiertos. Para remediar la escasez del agua su uso
inteligente exige fórmulas de ahorro, como por ejemplo el riego por aspersión o
la explotación de acuíferos, si bien todas tienen limitaciones y
contraindicaciones.
El problema de la alimentación se
complica porque no se trata solo de la
producción. Hay que contemplar también el transporte, el almacenamiento y la
distribución, lo cual implica una compleja organización y la inversión de recursos considerables.
Para complicar aun más el problema, hemos
de tener en cuenta la enorme destrucción
de alimentos que se desechan en el mundo más rico, bien por exceder la fecha de
caducidad, bien como sobrantes del consumo diario de familias y de
establecimientos de hostelería.
No conocemos la capacidad de del planeta para sustentar la presencia de
seres humanos, y por tanto, ignoramos si ya habremos pasado alguna línea roja.
Lo que parece rozar el límite es el ritmo acelerado de crecimiento demográfico,
especialmente en los países más pobres como se experimentó en el siglo XX que
se inició con 2.000 millones de personas y concluyó con 6.000 millones.
Es evidente que si los recursos con los que contamos son
limitados y encima derrochamos una buena parte y las bocas que llenar son más
cada año, nos encontraremos con una situación explosiva que sufrirán las
próximas generaciones. Sus minorías dirigentes tendrán como tarea prioritaria
que aportar soluciones que eviten el desastre.
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