sábado, 3 de septiembre de 2016

Colombia



    El 24 de agosto puede ser un hito en la historia de Colombia y un justificado motivo de alegría para el mundo. Ese día se anunció  oficialmente el acuerdo del Gobierno y de las FARC que durante cuatro años se negoció en La Habana, para terminar con la guerra que durante 52 años soportó el país. La firma oficial del documento está prevista para finales del próximo mes de setiembre en una ceremonia oficial que convocará a numerosas personalidades de rango mundial.
    He empleado el verbo “poder” por prudencia, pues si bien el compromiso bilateral existe, el proceso que se abre ahora necesitará  muchos pasos para que  lo acordado despliegue toda su eficacia y ese gozo podría no cumplirse, dado que están comprometidas muchas fuerzas e intereses que se ventilarán en el plebiscito que tendrá lugar en 2 de octubre. Nada menos que el expresidente, Álvaro Uribe, lidera a las personas empeñadas  en que gane el no. El mismo personaje que desde  un principio se opuso  a las negociaciones promovidas e impulsadas por el presidente Juan Manuel Santos, que anteriormente fue ministro de Defensa en el Gobierno del primero. Quien  negoció el acuerdo en nombre de las FARC fue su líder Rodrigo Londoño, alias Timochenko.
    El inicio de las negociaciones fue un  gesto valiente de Santos a sabiendas de los obstáculos con los que iba a encontrarse por el camino. La guerrilla no había sido vencida, y por tanto, no se le podía exigir una rendición total. En consecuencia, se trataba de articular una transacción en la que ambas partes tendrían que dejar pelos en la gatera. Habría que escoger entre lo posible y lo necesario. Lo útil sería liberar al país de una guerra interminable que había causado 230.000 muertos, 45.000 desaparecidos y seis millones de desplazados, amén de incontables daños materiales y morales. Lo necesario sería que el acuerdo cumpliera un  mínimo de justicia sin concesiones a la venganza.
    Quienes pedían  duros castigos para los culpables de terribles delitos no podían ignorar que ello implicaba la continuación del sufrimiento, sin fin a la vista. Aparte de que, para que la justicia se cumpliera en su integridad,  habría que pedir cuentas a los grupos paramilitares, los cuales, so pretexto   de combatir a la guerrilla, cometieron tremendos abusos contra la población civil cogida entre dos fuegos. Consolidada la paz, también sus delitos quedarían impunes.
    Es de temer que los guerrilleros pasados a la política van a encontrar  dificultades de adaptación a la nueva vida y no van a ponérselo fácil  sus adversarios que antes fueron enemigos  y tendrán la tentación  de tomarse la justicia por su mano. Con todo,  no será más que uno de los muchos riesgos que amenazan el proceso de pacificación.
    Solo cabe desear que el sentido de responsabilidad se imponga por ambas partes a fin de abrir un largo período de paz y concordia, si bien para que este objetivo se cumpla, el país deberá alcanzar  una mayor justicia social, porque la paz  no es solo la ausencia de guerra sino que debe estar basada en la justicia. Ojalá que el pueblo colombiano consiga pronto la reconciliación y recupere la sana convivencia que perdió hace más de medio siglo.
    El desenlace de la contienda colombiana puede ser ejemplo a seguir  en otros conflictos  que siguen vivos en el mundo actual. El primero que me viene a la memoria es la guarra civil siria que ya ha cumplido cinco años y no se le ve el fin. Aunque  son muchos los países implicados en la lucha, dos son los protagonistas principales de los cuales depende  silenciar las armas o continuar con el derramamiento de sangre y el sufrimiento indecible de la población civil. Hablo de Rusia y EE.UU., que defienden objetivos estratégicos propios aportando armas y apoyo militar a sus respectivos bandos. Desgraciadamente ambas potencias, pudiendo hacerlo, son incapaces de poner fin a la guerra, insensibles a la tragedia que vive el país. La última prueba la dieron los respectivos ministros de AA.EE. reunidos en Ginebra  el 27 de agosto al negarse a acordar las condiciones de un cese temporal de hostilidades para que la ONU pudiera socorrer a los civiles de Alepo, ciudad sitiada por el ejército del Gobierno sirio.
    En España la guerra civil se prolongó durante casi tres años con la consiguiente destrucción de vidas y haciendas por la falta de voluntad negociadora del general Franco, quien exigía la rendición incondicional  para así eliminar cualquier indicio de oposición  y gobernar  el país a su capricho al coste que fuera. Tal extrema actitud hizo más profunda la herida y más problemática la reconciliación de las dos Españas.
     Un caso distinto donde el ánimo negociador que se frustró por la oposición de una de las partes fue la lucha contra el terrorismo de ETA. La derrota de la organización criminal libró al país de ceder ante las pretensiones independentistas, pero ha habido que pagar un  alto precio y la liquidación del conflicto sigue pendiente con varios centenares en las cárceles, la entrega de las armas y la disolución de la banda. Es lamentable que una parte de las víctimas, aun siendo comprensible  su dolor, anteponga la venganza a la justicia para liquidar el doloroso episodio de la historia patria. En él, los Gobiernos centrales de uno y otro signo ideológico, dieron un ejemplo de cómo combatir el terrorismo sin apelar al ejército que sembraría la alarma, al contrario de Francia y Alemania con evidente histerismo frente a la amenaza yihadista.
    Cuando estalla un conflicto armado, debería ser habitual y lógica la presencia de personas representativas que se esforzasen en limitar sus efectos, igual que si se inicia un incendio acudimos a sofocarlo antes de que el fuego quede sin control. Se necesita dejar abiertas vías de diálogo o admitir la mediación externa, teniendo en cuenta que la guerra es el peor de los males. En ambos supuestos se presenta la disyuntiva de ceder algo ambas partes o que una de ellas aplaste a la otra. El pretexto de los intransigentes es siempre  defender la justicia por encima de todo. Como dijo al parecer  el emperador de Hungría, Fernando I “fiat iustitia pereat  mundos”. Hágase la justicia y perezca el mundo. Cualquier persona medianamente razonable comprende que la destrucción mutua es el peor de los resultados. En una democracia, los políticos son elegidos para conservar  la paz  y el bienestar del pueblo, no para que éste se hunda en el caos. Hay casos en que la suma justicia equivale a una injusticia.

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