El 24 de agosto puede ser un hito en la
historia de Colombia y un justificado motivo de alegría para el mundo. Ese día
se anunció oficialmente el acuerdo del
Gobierno y de las FARC que durante cuatro años se negoció en La Habana, para terminar con
la guerra que durante 52 años soportó el país. La firma oficial del documento
está prevista para finales del próximo mes de setiembre en una ceremonia
oficial que convocará a numerosas personalidades de rango mundial.
He empleado el verbo “poder” por prudencia,
pues si bien el compromiso bilateral existe, el proceso que se abre ahora
necesitará muchos pasos para que lo acordado despliegue toda su eficacia y ese
gozo podría no cumplirse, dado que están comprometidas muchas fuerzas e
intereses que se ventilarán en el plebiscito que tendrá lugar en 2 de octubre.
Nada menos que el expresidente, Álvaro Uribe, lidera a las personas
empeñadas en que gane el no. El mismo
personaje que desde un principio se
opuso a las negociaciones promovidas e
impulsadas por el presidente Juan Manuel Santos, que anteriormente fue ministro
de Defensa en el Gobierno del primero. Quien
negoció el acuerdo en nombre de las FARC fue su líder Rodrigo Londoño,
alias Timochenko.
El inicio de las negociaciones fue un gesto valiente de Santos a sabiendas de los
obstáculos con los que iba a encontrarse por el camino. La guerrilla no había
sido vencida, y por tanto, no se le podía exigir una rendición total. En consecuencia,
se trataba de articular una transacción en la que ambas partes tendrían que
dejar pelos en la gatera. Habría que escoger entre lo posible y lo necesario.
Lo útil sería liberar al país de una guerra interminable que había causado
230.000 muertos, 45.000 desaparecidos y seis millones de desplazados, amén de
incontables daños materiales y morales. Lo necesario sería que el acuerdo cumpliera
un mínimo de justicia sin concesiones a
la venganza.
Quienes pedían duros castigos para los culpables de terribles
delitos no podían ignorar que ello implicaba la continuación del sufrimiento, sin
fin a la vista. Aparte de que, para que la justicia se cumpliera en su
integridad, habría que pedir cuentas a
los grupos paramilitares, los cuales, so pretexto de combatir a la guerrilla, cometieron
tremendos abusos contra la población civil cogida entre dos fuegos. Consolidada
la paz, también sus delitos quedarían impunes.
Es de temer que los guerrilleros pasados a
la política van a encontrar dificultades
de adaptación a la nueva vida y no van a ponérselo fácil sus adversarios que antes fueron enemigos y tendrán la tentación de tomarse la justicia por su mano. Con todo, no será más que uno de los muchos riesgos que
amenazan el proceso de pacificación.
Solo cabe desear que el sentido de
responsabilidad se imponga por ambas partes a fin de abrir un largo período de
paz y concordia, si bien para que este objetivo se cumpla, el país deberá
alcanzar una mayor justicia social,
porque la paz no es solo la ausencia de
guerra sino que debe estar basada en la justicia. Ojalá que el pueblo
colombiano consiga pronto la reconciliación y recupere la sana convivencia que
perdió hace más de medio siglo.
El desenlace de la contienda colombiana puede
ser ejemplo a seguir en otros
conflictos que siguen vivos en el mundo
actual. El primero que me viene a la memoria es la guarra civil siria que ya ha
cumplido cinco años y no se le ve el fin. Aunque son muchos los países implicados en la lucha,
dos son los protagonistas principales de los cuales depende silenciar las armas o continuar con el
derramamiento de sangre y el sufrimiento indecible de la población civil. Hablo
de Rusia y EE.UU., que defienden objetivos estratégicos propios aportando armas
y apoyo militar a sus respectivos bandos. Desgraciadamente ambas potencias,
pudiendo hacerlo, son incapaces de poner fin a la guerra, insensibles a la
tragedia que vive el país. La última prueba la dieron los respectivos ministros
de AA.EE. reunidos en Ginebra el 27 de
agosto al negarse a acordar las condiciones de un cese temporal de hostilidades
para que la ONU pudiera
socorrer a los civiles de Alepo, ciudad sitiada por el ejército del Gobierno
sirio.
En España la guerra civil se prolongó
durante casi tres años con la consiguiente destrucción de vidas y haciendas por
la falta de voluntad negociadora del general Franco, quien exigía la rendición
incondicional para así eliminar
cualquier indicio de oposición y
gobernar el país a su capricho al coste
que fuera. Tal extrema actitud hizo más profunda la herida y más problemática
la reconciliación de las dos Españas.
Un caso distinto donde el ánimo negociador
que se frustró por la oposición de una de las partes fue la lucha contra el
terrorismo de ETA. La derrota de la organización criminal libró al país de
ceder ante las pretensiones independentistas, pero ha habido que pagar un alto precio y la liquidación del conflicto
sigue pendiente con varios centenares en las cárceles, la entrega de las armas
y la disolución de la banda. Es lamentable que una parte de las víctimas, aun
siendo comprensible su dolor, anteponga
la venganza a la justicia para liquidar el doloroso episodio de la historia
patria. En él, los Gobiernos centrales de uno y otro signo ideológico, dieron
un ejemplo de cómo combatir el terrorismo sin apelar al ejército que sembraría
la alarma, al contrario de Francia y Alemania con evidente histerismo frente a
la amenaza yihadista.
Cuando estalla un conflicto armado, debería
ser habitual y lógica la presencia de personas representativas que se
esforzasen en limitar sus efectos, igual que si se inicia un incendio acudimos
a sofocarlo antes de que el fuego quede sin control. Se necesita dejar abiertas
vías de diálogo o admitir la mediación externa, teniendo en cuenta que la
guerra es el peor de los males. En ambos supuestos se presenta la disyuntiva de
ceder algo ambas partes o que una de ellas aplaste a la otra. El pretexto de
los intransigentes es siempre defender
la justicia por encima de todo. Como dijo al parecer el emperador de Hungría, Fernando I “fiat
iustitia pereat mundos”. Hágase la
justicia y perezca el mundo. Cualquier persona medianamente razonable comprende
que la destrucción mutua es el peor de los resultados. En una democracia, los políticos
son elegidos para conservar la paz y el bienestar del pueblo, no para que éste
se hunda en el caos. Hay casos en que la suma justicia equivale a una
injusticia.
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