domingo, 11 de septiembre de 2016

Contracción del mundo



    Los avances de la ciencia y de la técnica centrados en comunicaciones y transportes, han hecho posible que en nuestro planeta se hayan encogido las distancias, de modo que cualquier rincón, por alejado que esté,  se encuentra al alcance de un turista en poco tiempo.
    Después de que la expedición de Magallanes, concluida bajo la dirección de Juan Sebastián Elcano, saliese de Sanlúcar de Barrameda el 20 de septiembre de 1519 y regresase al mismo puerto tres años más tarde, muchos intentaron repetir la hazaña, incluso imaginándose el viaje, como hizo Julio Verne con su personaje Phileas Fogg  para conseguir circunvalar el globo terrestre en 80 días usando los más diversos medios de locomoción. Pero los ochenta días que tardó en cumplir su desafío se redujeron a 67 horas  que invirtió el norteamericano Steve Fosset en 2006 para completar su viaje en avión alrededor del mundo.
    A medida que se iba acelerando la velocidad de los medios de comunicación se iban intensificando los intercambios personales y materiales según acredita la importancia  y el volumen del turismo y del comercio internacional, creándose unas relaciones de interdependencia  de todas las naciones, como efecto de la llamada globalización o mundialización.
    La rapidez y seguridad de las comunicaciones ha empequeñecido el mundo: la mayor proximidad da lugar a más estrechas relaciones, de forma que, para bien o para mal, lo que afecta a una parte repercute en el conjunto y nadie puede sentirse ajeno. Querámoslo o no, hemos devenido ciudadanos del mundo con todas sus consecuencias.
    Con la intensificación de las relaciones internacionales se fue haciendo imperativa la existencia de normas jurídicas de observancia obligatoria que eviten los conflictos o sirvan para dirimirlos antes de que se conviertan en contiendas bélicas como se acude a sofocar un incendio antes de que las llamas lo devoren todo.
    Desde el punto de vista astronómico, nuestro planeta no es más que una mota de polvo que flota en el espacio, pero también es el habitáculo de la humanidad  integrada ahora por más de 7.000 millones de personas. La pura lógica exige la vigencia de normas comunes de obligado cumplimiento mediante la creación de organismos representativos dotados de medios coercitivos que hagan respetar sus acuerdos y los derechos humanos. Lamentablemente, el logro de este objetivo se ha estrellado siempre contra los muros de la soberanía nacional que reclaman para sí 192 Estados, supuestamente independientes, que se niegan a reconocer  cualquier tribunal con jurisdicción supraestatal.
    Ello hace que los distintos intentos realizados de un orden mundial ordenado hayan terminado en sendos fracasos. Así ocurrió con la Sociedad de las Naciones y el mismo mal de los nacionalismos mina la eficacia de la ONU que, dividida en grupos antagónicos, se ve condenada a la  inoperancia como pone de manifiesto la incapacidad de poner fin a la tragedia siria cinco años después de iniciada la guerra civil. Ante la imposibilidad de ponerse de acuerdo en el órgano ejecutivo, el Consejo de Seguridad, se trasladan los foros de discusión a grupos como el G-7 y el G-20 integrados por los mayores potencias económicas y militares y por las naciones más industrializadas, respectivamente, sin que ello haya servido para atajar el desorden mundial traducido en guerras,  revoluciones, golpes de Estado y terrorismo.
    Las políticas discordantes y los intereses de las grandes potencias hacen caso omiso de esta realidad. En palabras del sociólogo polaco Zygmunt Bauman, “el poder se ha globalizado pero las políticas son tan locales como  antes. El fenómeno es global pero actuamos en términos parroquiales. “Es una trágica paradoja que mientras el mundo se ha encogido, las divisiones  aumentan y casi 200 Estados defienden intereses tribales. Hoy por hoy, la creación de un  gobierno mundial se nos antoja un sueño y su ausencia conduce a una pesadilla.

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