Los avances de la ciencia y de la técnica
centrados en comunicaciones y transportes, han hecho posible que en nuestro
planeta se hayan encogido las distancias, de modo que cualquier rincón, por
alejado que esté, se encuentra al
alcance de un turista en poco tiempo.
Después de que la expedición de Magallanes,
concluida bajo la dirección de Juan Sebastián Elcano, saliese de Sanlúcar de
Barrameda el 20 de septiembre de 1519 y regresase al mismo puerto tres años más
tarde, muchos intentaron repetir la hazaña, incluso imaginándose el viaje, como
hizo Julio Verne con su personaje Phileas Fogg
para conseguir circunvalar el globo terrestre en 80 días usando los más
diversos medios de locomoción. Pero los ochenta días que tardó en cumplir su
desafío se redujeron a 67 horas que
invirtió el norteamericano Steve Fosset en 2006 para completar su viaje en
avión alrededor del mundo.
A medida que se iba acelerando la velocidad
de los medios de comunicación se iban intensificando los intercambios
personales y materiales según acredita la importancia y el volumen del turismo y del comercio
internacional, creándose unas relaciones de interdependencia de todas las naciones, como efecto de la
llamada globalización o mundialización.
La rapidez y seguridad de las
comunicaciones ha empequeñecido el mundo: la mayor proximidad da lugar a más
estrechas relaciones, de forma que, para bien o para mal, lo que afecta a una
parte repercute en el conjunto y nadie puede sentirse ajeno. Querámoslo o no,
hemos devenido ciudadanos del mundo con todas sus consecuencias.
Con la intensificación de las relaciones
internacionales se fue haciendo imperativa la existencia de normas jurídicas de
observancia obligatoria que eviten los conflictos o sirvan para dirimirlos
antes de que se conviertan en contiendas bélicas como se acude a sofocar un
incendio antes de que las llamas lo devoren todo.
Desde el punto de vista astronómico,
nuestro planeta no es más que una mota de polvo que flota en el espacio, pero
también es el habitáculo de la humanidad
integrada ahora por más de 7.000 millones de personas. La pura lógica
exige la vigencia de normas comunes de obligado cumplimiento mediante la
creación de organismos representativos dotados de medios coercitivos que hagan
respetar sus acuerdos y los derechos humanos. Lamentablemente, el logro de este
objetivo se ha estrellado siempre contra los muros de la soberanía nacional que
reclaman para sí 192 Estados, supuestamente independientes, que se niegan a
reconocer cualquier tribunal con
jurisdicción supraestatal.
Ello hace que los distintos intentos
realizados de un orden mundial ordenado hayan terminado en sendos fracasos. Así
ocurrió con la Sociedad
de las Naciones y el mismo mal de los nacionalismos mina la eficacia de la ONU que, dividida en grupos
antagónicos, se ve condenada a la
inoperancia como pone de manifiesto la incapacidad de poner fin a la
tragedia siria cinco años después de iniciada la guerra civil. Ante la
imposibilidad de ponerse de acuerdo en el órgano ejecutivo, el Consejo de
Seguridad, se trasladan los foros de discusión a grupos como el G-7 y el G-20
integrados por los mayores potencias económicas y militares y por las naciones
más industrializadas, respectivamente, sin que ello haya servido para atajar el
desorden mundial traducido en guerras,
revoluciones, golpes de Estado y terrorismo.
Las políticas discordantes y los intereses
de las grandes potencias hacen caso omiso de esta realidad. En palabras del
sociólogo polaco Zygmunt Bauman, “el poder se ha globalizado pero las políticas
son tan locales como antes. El fenómeno
es global pero actuamos en términos parroquiales. “Es una trágica paradoja que
mientras el mundo se ha encogido, las divisiones aumentan y casi 200 Estados defienden
intereses tribales. Hoy por hoy, la creación de un gobierno mundial se nos antoja un sueño y su
ausencia conduce a una pesadilla.
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