El resultado del referéndum celebrado el 23
de junio pasado dio el triunfo a quienes pretendían la separación de Reino
Unido de la UE con
graves consecuencias que alarman a los que sostenían la opción opuesta y
también a muchos de los que votaron a favor. La mayoría de los electores así lo decidieron. Y a lo hecho, pecho.
Los políticos suelen decir que el pueblo,
además de soberano, es sabio, sobre todo si sus actos coinciden con sus
propósitos, y un antiguo dicho afirma que la voz del pueblo es la voz de Dios,
y para poner más énfasis lo expresan en latín: “Vox populi, vox Dei”. La
historia, sin embargo se encarga de desmentirlo en no pocas ocasiones. Uno de
los más claros ejemplos lo constituye la victoria electoral del
nacionalsocialismo que llevó al poder en 1933 a Hitler. Y ya sabemos cuál fue el precio
que pagó el mundo y mayormente Alemania. Un caso similar puede ser el “procés” del independentismo catalán, y lo
mismo podría decirse del esperpéntico candidato republicano a la presidencia de
EE.UU, Donald Trump. Cuando concurren las circunstancias precisas, podría
decirse que los pueblos son capaces de firmar su suicidio o de caer en la
irrelevancia.
La insatisfactoria situación socioeconómica
de un país y su explotación por campañas mediáticas interesadas; la existencia
de líderes irresponsables prometedores de solución indolora de todos los
problemas, que es lo que caracteriza a los partidos populistas, manipulan a su
favor la voluntad popular, haciendo abstracción de los medios empleados y de
los efectos que producirán.
El Reino Unido nunca estuvo plenamente
integrado en el proyecto de unificación política de Europa y boicoteó desde
dentro todos los esfuerzos encaminados a
dicho fin, y se excluyó de varios acuerdos, negándose, por ejemplo, a participar
en el espacio Schengen que permite la
libre circulación de los europeos.
Rechazó formar parte de la Eurozona y de la adopción
del euro como moneda común. En resumen, Reino Unido era –y es por el momento-
un socio incómodo. De Gaulle previó lo que ocurriría. Que la adhesión de Londres daba entrada a un caballo de Troya de EE. UU.
con el que mantiene un antiguo tratado especial.
Para evitar la mutilación, la UE hizo más de lo que debiera.
El 2 de febrero el primer ministro británico David Cameron y Jean-Claude
Juncker, presidente de la
Comisión, firmaron un acuerdo que reflejaba no solo lo
precario del proyecto europeo, en estado de excepción permanente, sino la
traición del principio fundacional. Se otorgó a Londres la capacidad para
limitar los derechos de los trabajadores inmigrantes, el derecho a excluirse de
cualquier ayuda financiera a países del euro. Obtuvo asimismo que cuando al
menos 16 Parlamentos nacionales objetasen un proyecto de legislación europea,
podrían obligar al Consejo a desestimarla, o al menos a enmendarla.
Con el veredicto del referéndum, tantas
concesiones quedaron en nada. El episodio trajo a mi memoria una anécdota
protagonizada por Churchill. Cuando Chamberlain
regresó de firmar el Pacto de Munich tras someterse a las presiones y
falsas promesas de Hitler, fue recibido por aquel con estas o parecidas
palabras: “Habéis caído en la vergüenza para evitar la guerra. Ahora ya tenéis
la vergüenza y tendréis la guerra”, como así sucedió.
No es descartable que las cesiones de
Juncker a Cameron sirvan de precedente a futuras exigencias de terceros si son
grandes potencias. Transigir en exceso en cuestiones de principio no suele dar
buenos frutos.
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