Acabo de leer “El fin del trabajo” (Paidos,
colección Booket, Barcelona 2014), un libro en el que el renombrado economista
norteamericano Jeremy Rifkin examina la situación del mercado laboral de su país
referida a la última década del pasado siglo y extrae conclusiones que son válidas
para los demás países desarrollados. Estamos inmersos en una fase avanzada de
la tercera revolución industrial y el factor que más influye en ella es el
progreso tecnológico.
El creciente empleo de la informática, la
robótica, la microelectrónica y la digitalización nos lleva a las máquinas
programadas y autómatas cada vez más perfeccionadas que reducen los costes
operativos y abaratan la producción. Como consecuencia, al sustituir las
máquinas a la mano de obra, se produce el paro masivo, por la incapacidad del
sistema económico de ofrecer ocupación a la población activa.
El ritmo de evolución se agudiza en tiempos
de crisis como la que estamos padeciendo, pero la destrucción de empleo y la
precariedad laboral ya eran visibles y preocupantes en Estados Unidos y en
España antes de que la burbuja inmobiliaria hiciera su aparición. Rifkin
muestra con datos que los despidos masivos ya se daban antes de la crisis. Y no
solo los despidos, la congelación y rebaja de salarios y la desprotección legal
de los trabajadores, que se extendieron después a otras latitudes.
Parece obvio que los redactores e
inspiradores de la reforma laboral que el Gobierno aprobó en 2012, tuvieron en
cuenta la situación sociolaboral de Estados Unidos, expuesta en la obra que
comentamos, pues en aquel escenario estaban presentes los rasgos característicos
del mercado de trabajo tales como el abaratamiento del despido, la dualidad del
empleo fijo y eventual, el trabajo temporal sin límite de rotación y a tiempo
parcial, la supresión de mejoras pactadas en convenios vencidos y la
transformación forzada de asalariados en autónomos para eludir las cotizaciones
de la seguridad social. No es extraño que el autor proponga reconocer la
categoría estadística del subempleo en la que estarían incluidos quienes tienen que aceptar empleo a tiempo
parcial, por lo que no deberían llamarse ocupados, los cuales perciben ingresos
de miseria. Sorprende que hasta las Administraciones públicas acuden a las
nuevas formas de contratación y a la automatización de tareas para ahorrar
personal y consiguientemente,
incrementar el paro tecnológico.
Quienes impugnan los efectos negativos de
la “tecnología cambiante” sobre el mercado laboral, sostienen que las
innovaciones, además de propiciar aumentos espectaculares de productividad y el
descenso de los precios, generarán suficiente demanda para impulsar la creación
de más empleos que los que destruyen.
No seré yo quien niegue la evidencia de las
ventajas de todo tipo que proporcionan las nuevas tecnologías, pero la
experiencia demuestra con rotundidad que la pérdida de puestos de trabajo es
superior a los nuevos que crean. Primero fue la agricultura, el sector que
experimentó la mecanización de las tareas, y los trabajadores desplazados solo
en parte fueron absorbidos por la industria naciente. Más tarde, este sector
experimentó el mismo proceso y mucha de la mano de obra cesante encontró
acomodo en los servicios, pero a partir de mediados del siglo XX el sector
servicios se vio afectado por la introducción de sistemas informatizados y
procesos intensivos de automatización con una constante disminución de trabajo
humano hasta llegar a la oficina virtual en la que una sola persona con un
teléfono y un ordenador desempeña múltiples funciones. Las nuevas TIC crean
muchos menos puestos de trabajo que los que dejan vacantes. Pensemos, por
ejemplo, en el número de contratos de Facebook, a pesar de atender a 1.500
millones de usuarios o en los recortes sucesivos de plantillas de las compañías
de telecomunicaciones y de la banca por medio de prejubilaciones y EREs.
El resultado lo tenemos a la vista con casi
cinco millones de parados según la última encuesta de población activa
correspondiente al primer trimestre de 2016, sin que a lo largo de varios años la tasa haya bajado del 20%. La UE contabiliza 23 millones de
desempleados.
Salir de esta situación va a requerir
tiempo, esfuerzos, imaginación y una honda redistribución de la renta personal
que atenúe la brecha social. Si los avances de la tecnología mejoran y
mejorarán la productividad del trabajo, es injusto que beneficie solamente al
capital. Si en España el PIB creció el 3,2% en 2015 y con un aumento de solo 0,70%
de la masa salarial, no es de recibo que el capital se haya apropiado del 2,50%
restante.
Estamos abocados a un cambio de época en la
que se impondrá el reparto del trabajo porque ha devenido escaso. Habrá que
recurrir como medidas alternativas o complementarias a la reducción de la
jornada laboral y a la mayor duración de las vacaciones. No pueden coexistir
ocho horas para unos y ninguna para otros. Es imperativo conseguir que algunos
trabajen menos para que otros trabajen también. Como reivindican las centrales
sindicales italianas, “lavorare meno, lavorare tutti”
Los futuros yacimientos de empleo estarán
en el sector de determinados servicios
vinculados al Estado de bienestar y
relacionados con el ocio así como en la promoción y apoyo al llamado tercer
sector que constituyen las asociaciones sin ánimo de lucro y ONG que ocuparán
parte del tiempo libre.
Para que el cambio sea factible y viable,
es indispensable que el Estado disponga de los recursos económicos necesarios.
Las nuevas fuentes de ingresos serán, además de las tradicionales, las de
desplazar la carga tributaria que grava las rentas del trabajo a las del capital, de forma que
se consiga un reparto equitativo de la riqueza. Se deberán endurecer los impuestos
sobre el vicio (tabaco, alcohol, juego y lujo), y tal vez otros nuevos sobre grasas saturadas y tasas sobre
el uso y deterioro del medio ambiente,
además de combatir con la máxima
eficacia el fraude fiscal. Hay indicios de que la opinión general respecto al
cumplimiento de los deberes fiscales está cambiando, acentuándose la condena de
la insolidaridad de los más ricos, al mismo tiempo que se reclama del Estado su
función redistribuidora, a fin de lograr un reparto más equitativo de la riqueza
y una efectiva igualdad de oportunidades. A tal fin se deben incrementar los
impuestos sobre patrimonio y transmisiones a partir de un límite razonable.
De conseguirse implantar estas reformas, tendríamos una sociedad más justa, más
preocupada por la pacífica convivencia y menos por medidas represivas y más
prisiones.
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