El Viejo Continente es un conjunto de
naciones en las que la historia introdujo muchas diferencias, pero todas están
dotadas de una cultura común heredada de
la filosofía griega, el derecho romano y la religión judeocristiana.
Fruto tardío de esta simbiosis cultural fue
el nacimiento de la Unión Europea,
un proyecto en construcción que pasó por las fases sucesivas del Mercado Común,
la Comunidad Económica
Europea, antes de adoptar la denominación actual. Como innovación
jurídico-política, no se ajusta a los cánones de una unión aduanera, de un
Estado, de una federación, ni de una confederación, por más que reúne elementos
propios de estas organizaciones políticas. En la mente de sus soñadores estaba
la meta de conformar los Estados Unidos de Europa.
El camino estaba sembrado de obstáculos y
desde el inicio del proceso unificador tuvo que superar dificultades, desafíos
y amenazas, muchos de los cuales fueron resueltos “in extremis”. Poco a poco,
con los pasos contados, el proyecto fue logrando consistencia y se fueron palpando
los beneficios de toda índole, de tal manera que los seis Estados fundadores
fueron recibiendo peticiones de adhesión sin que mediaran presiones, ni
siquiera invitaciones, sino por el deseo de formar parte de un conjunto exitoso
que prometía paz, democracia, libertad y prosperidad a las naciones europeas
que durante siglos habían sufrido los horrores de incontables guerras
fratricidas, causantes de división y destrucción. Tras sucesivas ampliaciones,
a comienzo de 2016 la UE
integra desde 2013 a
28 Estados miembros –con varios a la espera de ser admitidos- lo cual hace más
problemática la unidad de acción y suscita corrientes de opinión discrepantes.
Ello explica que a lo largo de su breve
historia haya sufrido varias crisis, tanto económicas como políticas, que
pusieron en grave aprieto la supervivencia de la empresa. Solo el empeño de
algunos líderes y la determinación del dúo franco-germano consiguieron salvar
los escollos y llevar el barco a buen puerto, aunque no sin ralentizar el ritmo
de avance.
A la altura del primer trimestre de 2016
las amenazas que se ciernen sobre el futuro de la UE tal vez sean las más peligrosas de cuantas ha
soportado. Por si fuera poco la dramática situación de Grecia al borde la
asfixia, y la crisis económica, han venido a sumarse el “Brexit” o posible
salida de Reino Unido y la llegada de oleadas de refugiados procedentes de
países en guerra como es el caso de Siria, Irak y Afganistán.
La actitud de Londres desde su
incorporación en 1973, ha
sido la de oponerse a cualquier propósito de avance en la unificación,
coherente con su objetivo explícito de beneficiarse de un gran mercado libre
sin compromisos políticos, sin cesiones de soberanía. Seria lamentable que el referéndum
convocado para el próximo 26 de junio diera por resultado la exclusión, pero
también es incómoda su presencia en Bruselas como una rémora para todo intento
de progreso en la dirección que inspiró la creación del nuevo ente geopolítico.
Pienso que el pragmatismo de los ingleses evitará el portazo a Europa por el
daño que ocasionaría a su economía.
Peores consecuencias podrían derivarse de
la inaudita reacción a la llegada de refugiados que puso de manifiesto la
postura insolidaria y egoísta de los gobiernos, solo explicable por el contagio
de una crisis ética superpuesta a la de índole económica. Sin la menor
consideración a la tragedia del éxodo, al paso de estos infelices se les
cerraron las fronteras y se levantaron alambradas para detenerles. Sobre la
conciencia de los gobernantes pesará la suerte de miles que hallaron la muerte
al escapar de ella en la travesía marítima entre Turquía y Grecia, convirtiendo
el Mediterráneo en una gigantesca fosa común.
A tal extremo de crueldad se llegó que
Suecia, Suiza y Dinamarca acordaron requisar a los refugiados el dinero y
objetos de valor que superen un determinado importe en torno a los 400 euros.
Cuando se ven estos comportamientos inhumanos
de los Gobiernos, uno piensa que no representan el verdadero sentir de sus
pueblos, pero este consuelo se esfumó al conocer el Eurobarómetro de marzo que
revela la opinión de la UE. Según
sus datos, la mayoría de la población de cinco países no es partidaria de
ayudar a los migrantes. Son Hungría (67%), República Checa (66%), Bulgaria (61%),
Eslovaquia (58% y Letonia (55%).
Es curioso observar que los menos
hospitalarios son los países del Este, que son los más beneficiados de las
ayudas de la UE a los últimos en incorporarse. El caso de Polonia es
paradigmático. No solo se opone a dar asilo a los refugiados, sino que su
Gobierno, del partido derechista Ley y Justicia pretende hacerse con el control
de los medios de comunicación, la Administración pública y el Tribunal
Constitucional, vulnerando el principio de la separación de poderes, que es
consustancial con el Estado de derecho y los acuerdos comunitarios que
suscribió al hacerse socio. Tampoco hace honor a su ultracatolicismo del que
hace gala, que predica el amor al prójimo.
La Europa que se enorgullecía de su democracia,
libertad y solidaridad, que impulsó con denuedo la aprobación por Naciones
Unidas de la Declaración Universalde los Derechos Humanos, se enfrenta ahora a una crisis ética que pone en
riesgo la existencia de los valores fundamentales que creíamos inamovibles.
Solo cabe esperar que, antes de que sea
demasiado tarde, despierte de su letargo hedonista y consumista. En otro caso,
dejaría de ser la promesa de un mundo más humano.
De no hacerlo así, no serviría de consuelo
que Arabia, Kuwait y los Emiratos Arabes Unidos no acojan a los que llaman
“hermanos”, a pesar de compartir cultura y credo religioso. De ellos no se
podía esperar otra actitud al ser ajenos a nuestra civilización.
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