lunes, 7 de marzo de 2016

Adicción al poder



    Abundan las personas que habiéndose encaramado al poder hacen lo posible y lo imposible para no alejarse de él. Esta desmedida afición se observa con frecuencia en la empresa familiar en la que el máximo responsable se niega a ceder el timón y facilitar el relevo, pero es más notorio cuando el protagonista adquiere la primacía de un partido político –y no me refiero a los dictadores cuya legitimidad proviene del uso de la fuerza- sino a quienes deben su ascenso a los votos de sus conciudadanos, es decir, a los líderes democráticos. Ejemplos no faltan sin saltarse las fronteras nacionales, y bastaría citar por su proximidad en el tiempo los ejemplos de Manuel Fraga, quien, no contento con ganar tres mandatos de la Xunta se presentó a un cuarto en que los votantes se cansaron de él y le infligieron una derrota, o Felipe González que, después de trece años en la Moncloa, hizo pública su voluntad de ostentar por cuarta vez la presidencia del Gobierno.

    Estos sempiternos aspirantes a gobernantes vitalicios justifican su obsesión por sentirse llamados a una misión providencial o bien aducen, más o menos veladamente, que no encuentran sentido a sus vidas sin tener en sus manos los resortes del poder.

    En nuestros días tenemos dos políticos en activo que al frente de sendos partidos aspiran a gobernarnos: Mariano Rajoy y Pedro Sánchez. Uno pretende conservar el mando y el otro aspira a sustituirlo, a pesar de que ninguno goza del favor de los españoles a juzgar por lo que dicen las encuestas.

    No les disuade de su propósito que los electores del 20 de diciembre hayan arrastrado a sus organizaciones a severas derrotas en beneficio de otras emergentes que preconizan el cambio y poner en serio peligro el bipartidismo con sus mayorías absolutas de funesto recuerdo. El resultado de la conducta electoral demanda cambio y pactos, y el cambio lleva implícita la salida por el foro de ambos líderes, que además cuentan con detractores en el seno de sus partidos. Ponerlos de acuerdo resulta muy difícil dada la mutua aversión. El nuevo talante de Rajoy ofreciéndose a negociar con el PSOE es poco creíble después del desprecio a toda la oposición desde el Gobierno, y la negativa de Sánchez a entenderse con el PP es inadmisible porque implica desoír la opinión de los siete millones de españoles que le votaron.

    Visto que ninguno de los partidos tiene a su alcance la formación de Gobierno, se impone la necesidad de pactar concesiones mutuas que propicien firmeza y estabilidad al ejecutivo resultante, capaz de hacer frente a los múltiples desafíos de toda índole en un mundo convulso en el que nos ha tocado vivir, y a mayor abundamiento, porque así lo piden los españoles.

 Puestos a imaginar desenlaces posibles al enredo, descartando la repetición de las elecciones por la incertidumbre de sus resultados, el coste de su organización y la paralización por más de medio año de las reformas pendientes, parece la más adecuada o la menos mala, la investidura del PP con o sin Rajoy con la abstención del PSOE y Ciudadanos previo acuerdo de llevar a cabo reformas indispensables por el Gobierno resultante en minoría y la estrecha vigilancia de la oposición que promovería una moción de censura en caso de incumplimiento.

    No sería una solución que entusiasme, pero creo que es la más congruente con lo que han dicho las urnas, y su mandato es inapelable.

    Cualquier otra combinación sería una coalición de minoritarios probablemente incapaz de ponerse de acuerdo a la hora de gobernar, y por tanto, condenado a la ruptura.

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