Abundan las personas que habiéndose
encaramado al poder hacen lo posible y lo imposible para no alejarse de él.
Esta desmedida afición se observa con frecuencia en la empresa familiar en la
que el máximo responsable se niega a ceder el timón y facilitar el relevo, pero
es más notorio cuando el protagonista adquiere la primacía de un partido
político –y no me refiero a los dictadores cuya legitimidad proviene del uso de
la fuerza- sino a quienes deben su ascenso a los votos de sus conciudadanos, es
decir, a los líderes democráticos. Ejemplos no faltan sin saltarse las
fronteras nacionales, y bastaría citar por su proximidad en el tiempo los
ejemplos de Manuel Fraga, quien, no contento con ganar tres mandatos de la Xunta se presentó a un cuarto
en que los votantes se cansaron de él y le infligieron una derrota, o Felipe
González que, después de trece años en la Moncloa, hizo pública su voluntad de
ostentar por cuarta vez la presidencia del Gobierno.
Estos sempiternos aspirantes a gobernantes
vitalicios justifican su obsesión por sentirse llamados a una misión
providencial o bien aducen, más o menos veladamente, que no encuentran sentido
a sus vidas sin tener en sus manos los resortes del poder.
En nuestros días tenemos dos políticos en
activo que al frente de sendos partidos aspiran a gobernarnos: Mariano Rajoy y
Pedro Sánchez. Uno pretende conservar el mando y el otro aspira a sustituirlo,
a pesar de que ninguno goza del favor de los españoles a juzgar por lo que
dicen las encuestas.
No les disuade de su propósito que los
electores del 20 de diciembre hayan arrastrado a sus organizaciones a severas
derrotas en beneficio de otras emergentes que preconizan el cambio y poner en
serio peligro el bipartidismo con sus mayorías absolutas de funesto recuerdo.
El resultado de la conducta electoral demanda cambio y pactos, y el cambio
lleva implícita la salida por el foro de ambos líderes, que además cuentan con
detractores en el seno de sus partidos. Ponerlos de acuerdo resulta muy difícil
dada la mutua aversión. El nuevo talante de Rajoy ofreciéndose a negociar con
el PSOE es poco creíble después del desprecio a toda la oposición desde el
Gobierno, y la negativa de Sánchez a entenderse con el PP es inadmisible porque
implica desoír la opinión de los siete millones de españoles que le votaron.
Visto que ninguno de los partidos tiene a
su alcance la formación de Gobierno, se impone la necesidad de pactar concesiones
mutuas que propicien firmeza y estabilidad al ejecutivo resultante, capaz de
hacer frente a los múltiples desafíos de toda índole en un mundo convulso en el
que nos ha tocado vivir, y a mayor abundamiento, porque así lo piden los
españoles.
Puestos a imaginar desenlaces posibles al
enredo, descartando la repetición de las elecciones por la incertidumbre de sus
resultados, el coste de su organización y la paralización por más de medio año
de las reformas pendientes, parece la más adecuada o la menos mala, la
investidura del PP con o sin Rajoy con la abstención del PSOE y Ciudadanos previo
acuerdo de llevar a cabo reformas indispensables por el Gobierno resultante en
minoría y la estrecha vigilancia de la oposición que promovería una moción de
censura en caso de incumplimiento.
No sería una solución que entusiasme, pero
creo que es la más congruente con lo que han dicho las urnas, y su mandato es
inapelable.
Cualquier otra combinación sería una
coalición de minoritarios probablemente incapaz de ponerse de acuerdo a la hora
de gobernar, y por tanto, condenado a la ruptura.
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