Una de las situaciones más inquietantes que
tiene planteada el mundo en la actualidad es la existencia de Israel. Ello
augura una evolución amenazadora para el futuro de la nación israelí, envenena
las relaciones en el Próximo Oriente y supone un peligro para la paz mundial.
La historia de los judíos se caracteriza por
una serie interminable de episodios bélicos en la antigüedad que culminó con la
destrucción del templo de Jerusalén por los romanos. Ahí comenzó la Diáspora en el siglo I
d.C. con la presencia en diversos países europeos. En muchos de ellos se
extendió el antisemitismo para el que no conozco ninguna explicación plausible.
No entiendo que un pueblo que desde hace cinco mil años se considera elegido
por Dios, que no hace proselitismo religioso, sea objeto de tantas
persecuciones hasta llegar al Holocausto en el que la locura criminal de los
nazis planeó el exterminio de la raza
para lo que contó con la colaboración activa o pasiva de otros gobiernos y
ciudadanos.
Como reacción al trágico resultado de
aquella hecatombe, la comunidad internacional auspició la creación de un Estado
israelí en un territorio que los judíos llaman la tierra prometida por Yaveh
desde que Moisés los condujo tras huir de la esclavitud egipcia, a pesar de que
estaba habitado de antiguo por los cananeos, antecesores de los actuales
palestinos.
Tras varias guerras perdidas por los árabes
en el siglo XX, la ONU acordó dividir el territorio entre sendas
naciones, acuerdo que Israel, además de
no cumplirlo ni respetarlo, desobedeció reiteradas resoluciones del Consejo de
Seguridad, amparado en la ayuda incondicional de Estados Unidos que veta toda condena de la Asamblea General.
En consecuencia, puede decirse que Israel vive instalado en la ilegalidad internacional.
Es triste constatar que los horribles
sufrimientos, humillaciones y sadismo que sufrieron los padres, hermanos y
abuelos de los gobernantes israelíes no les hayan enseñado a desechar tales
procedimientos en su relación con los palestinos, con los cuales están
condenados a convivir, tanto dentro de
su territorio, convertidos en ciudadanos de tercera categoría como con los que
viven fuera de sus fronteras en condiciones inhumanas, pendientes de la ayuda
internacional para subsistir, consumidos por la sed de venganza. Cuando una
parte siembra opresión, arbitrariedad y fuerza bruta no puede esperar otra
cosecha que odio y rencor.
Es indudable que con tal vecindad, los
israelíes están condenados a vivir en permanente estado de guerra, y no podrán
ganarla definitivamente por mucho que se
armen hasta los dientes y construyan muros sobre territorio ajeno que hacen más insegura la vida de
quienes malviven fuera de ellos.
La ceguera del gobierno de Tel Aviv no les
permite pensar que están malogrando el futuro y poniendo en peligro su
supervivencia. La alta tasa de natalidad de los palestinos les superará en
número y será más arriesgado someterlos. Si se consigue el acuerdo de los
pueblos árabes del Próximo Oriente, el peligro aumentará. La hegemonía iraní en
la región agravará la amenaza. La imparable construcción de asentamientos en
territorio palestino agudizará la tensión. El riesgo de que EE.UU. se canse de
defender a Israel en la ONU
y continuar con la ayuda militar que le presta al precio de empeorar las
relaciones con el mundo musulmán, sería demoledor.
Demasiados peligros que el paso del tiempo
no hará sino agudizar, sin que los dirigentes israelíes abran los ojos a la
realidad. Como Einstein, miembro de su raza, advirtió, si los israelíes no
aprendían a existir con los árabes sufrirían otros mil años de persecuciones
bien merecidos.
Si no se llegase a un acuerdo razonable
basado en el reparto equitativo del territorio entre las dos partes en disputa,
Israel continuará siendo un permanente foco de tensión del que cabe temer
funestos acontecimientos.
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