En los países desarrollados nos
enorgullecemos de vivir en democracia, y así es en efecto, pero es menester
aceptar que es harto imperfecta, si bien, de donde no existe, es mejor no
hablar, porque la libertad, la justicia y el respeto a los derechos humanos
brillan por su ausencia.
Creemos que nuestros gobernantes tienen
toda la legitimidad por haber sido elegidos por nosotros, sino todos, la
mayoría, mas no somos conscientes de que tras las apariencias se extiende una
serie de poderes ocultos, los llamados “poderes fácticos” (financiero, militar,
religioso, etc.) sobre cuyas actuaciones no ejercemos control alguno, a pesar
de que influyen poderosamente en nuestras vidas. Sus órganos de decisión
adolecen de legitimidad democrática. Un ejemplo lo constituyen organismos
públicos cuyos máximos representantes son nombrados por el Gobierno de turno
(Banco de España, Comisión Nacional del Mercado de Valores, Comisión Nacional
de Competencia, Tribunal de Cuentas, Tribunal Supremo, Consejo General del
Poder Judicial, Fiscalía General del Estado, RTVE, etc.) Tampoco la jefatura
del Estado debe su origen a la voluntad expresada del pueblo en el que reside
la soberanía nacional sino al derecho de herencia.
Hay otros entes que, sin ser públicos,
ejercen notable poder sobre nuestro bienestar, y no tienen otros objetivos que
los que ellos se marcan, consistentes en dominar los mercados para actuar
monopolísticamente y así maximizar sus beneficios.
Me
refiero a las grandes empresas internacionales cuyas dimensiones son
proporcionales a su capacidad de presión sobre los Gobiernos a fin de que
adapten la legislación a los intereses de las mismas.
En 1983, la Conferencia de
Naciones Unidas sobre el Consumo y el Desarrollo (Cnuced) llamó a las cien
mayores “las dueñas del mundo”, y desde entonces nada ha cambiado ni han dejado
de crecer por evolución natural y a través de fusiones y adquisiciones. Su
valor bursátil que en 1993 era de 8,8 billones de dólares pasó a 16,19 billones
en 2015, es decir, más de quince veces el PIB de España y más que lo que
producen cada año Estados Unidos o la
UE.
Desarrollan su actividad en el mundo entero
en los más diversos sectores económicos, poseen varios billones en activos en
el extranjero y dan ocupación a millones de trabajadores.
El dictamen a que llegó la Cnuced hace 32 años no deja
lugar a dudas: “Se está formando un mercado mundial de empresas. Las compras y
ventas de compañías internacionales alcanzan una amplitud sin precedentes”. A
medida que aumenta la concentración disminuye la competencia, principio básico
del libre mercado, porque cada vez es menor el número de sociedades que se
reparte el control de los mercados mundiales. Frente a la dimensión planetaria
de las empresas, la Cnuced
avisa que “las autoridades nacionales apenas pueden hacerse entender”.
Como era de temer, las conclusiones de la ONU cayeron en saco roto
debido a la presión de las multinacionales que siguen creciendo de forma
imparable. Para comprender su tamaño digamos que la capitalización bursátil de
dos de ellas, norteamericanas, Apple y Google, supera el PIB de España, es
decir, más de un billón de euros.
Ser la primera en su sector significa
acumular economías de escala, dificultar la entrada de nuevos competidores,
crecer en cuota de mercado e imponer la línea de precios. Evaluar el poder de
estos grupos es imposible, pero no intuir su capacidad de presión frente a las
autoridades nacionales, sobre todo si éstas pertenecen a un país en desarrollo,
ansioso de incrementar las inversiones productivas que creen puestos de
trabajo. Si un Gobierno no se pliega a sus intereses, amenazan con la
deslocalización a otros lugares con salarios más bajos y leyes más permisivas.
España, y Vigo en particular, sufrieron recientemente ensayos de esta conducta.
Al amparo de la crisis, la industria automovilística exigió y obtuvo una rebaja
salarial bajo la amenaza de que en caso contrario, no se fabricarían nuevos
modelos. ¿Podrían negarse los sindicatos?
¿Cómo frenar el ascenso de estos poderes
ocultos? Siendo expresión del neoliberalismo vigente, las democracias, que
serían las llamadas a poner freno a sus excesos, no han puesto esta tarea en su
diana, como no lo han hecho tampoco respecto de la eliminación de los paraísos
fiscales, colaboradores esenciales del auge de las multinacionales y de otras
organizaciones al margen de la ley. No es un detalle menor que en EE.UU. reside
el 50% de las cien primeras y ese país
aprovecha la colaboración de las
tecnológicas para recopilar información sensible útil a los servicios secretos,
con flagrante violación de la privacidad de las comunicaciones.
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