Huir de la guerra y abandonar la patria
para buscar refugio donde nadie les quiere tiene que ser una de las situaciones
más angustiosas y fuente de dolor indecible. Significa escapar de la muerte pare
encontrarse con ella en el camino, sin meta. Tal es la odisea que vive la mitad
de la población siria expulsada de su tierra por los horrores de la guerra
civil que ensangrienta el país desde hace más de cuatro años y sin final a la
vista.
Las primera naciones de acogida fueron sus
vecinos, Jordania, Turquía y Líbano, sin que recibieran ayuda alguna para
soportar la nueva carga que les había caído encima, tan gravosa como
imprevista. Las potencias extranjeras no solamente permanecieron impasibles sino
que facilitaron armas a los diversos bandos para echar más leña al fuego.
Uno de los receptores, Turquía, harta de la indiferencia de la comunidad
internacional, miró para otro lado cuando los refugiados, buscando un destino menos agobiante, cruzaron
el mar que los separaba de Grecia en las más inverosímiles y peligrosas
embarcaciones, que en no pocos casos les llevaron a la muerte en las frías
aguas del Mediterráneo.
La historia es testigo de que situaciones
como esta se han prodigado desde que la Sagrada Familia huyó a Egipto
para evitar la muerte de Jesús a manos de Herodes pero ello no resta atrocidad
a la huida y al tratamiento de los infelices sirios que es la mayor conocida en
Europa desde la II Guerra
Mundial.
Grecia era solo tierra de paso hacia el
norte de Europa pero el territorio que tenían que atravesar estaba lleno de
obstáculos. Primero fue Hungría la que les cerró su frontera con alambradas de
espino, llegando a rechazarlos con gas pimienta, obligándoles a cambiar el
rumbo en medio del frío y la lluvia, pero después el ejemplo fue seguido por
Serbia, Austria, Croacia y Eslovenia. Todos les cerraron el paso
alternativamente como si fueran portadores de la peste.
Entre tanto, los 28 Estados de la Unión Europea
celebraban reuniones infructuosas para discutir el número de los que estaban
dispuestos a asumir. Alemania, que al principio se declaró dispuesta a acoger a
800.000, al ver la muchedumbre que llegaba vio superada su capacidad para
recibirles y restringió la entrada. La canciller Angela Merkel vio como se
multiplicaban las manifestaciones opuestas y los ataques a los centros de
acogida.
En buena parte del continente los grupos
sociales que ya habían dado muestras de racismo y xenofobia contra los
emigrantes, ampliaron su rechazo a los refugiados, si bien es cierto que hubo
gente que apoyaba la acogida amistosa.
Europa, que alumbró la Declaración Universal
de los Derechos Humanos y la
Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, traicionó sus
principios y olvidó el principal de ellos que es la solidaridad. ¡Qué mundo más
inhóspito hemos creado entre todos!
En este mundo desolado uno siente
satisfacción y hasta orgullo de ser español, puesto que en nuestro país no han
arraigado grupos organizados de “ultras” que profesan odio al diferente, y
convivimos sin problemas con gentes de
otras identidades. Sin embargo, no faltan excepciones individuales
especialmente significativas como es el caso del cardenal arzobispo de
Valencia, Antonio Cañizares que, en un desayuno informativo del Forum Europa,
el pasado 14 de octubre, refiriéndose a los refugiados de Siria afirmó que “muy
pocos son perseguidos”, les acusó de estar invadiendo Europa y de no ser “trigo
limpio”. Ante las reacciones opuestas que despertaron sus palabras, se desdijo,
pidió perdón y se sintió víctima de linchamiento.
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