El trabajo, lejos de ser un castigo bíblico
–ganarás el pan con el sudor de la frente- ha devenido en un deseo
insatisfecho, un bien escaso apetecido y una aspiración frustrada. El trabajo asalariado
constituye desde la revolución industrial en el siglo XIX, una mercancía
sometida, como cualquier otro bien, a las leyes del mercado libre, de modo que
en el juego de la oferta y la demanda, su precio, el salario, oscila en función
de la demanda que ejercen los empresarios y de la oferta procedente de la
población activa, compuesta por las personas comprendidas entre los 16 y los 64
años de edad.
En España, después de la transición
política, a consecuencia de la crisis energética, la reconversión industrial,
los avances tecnológicos, la incorporación de la mujer al mercado de trabajo y
el éxodo rural, sin haberse creado previamente tejido industrial que absorbiera
la nueva mano de obra, nos hallamos, tras el pinchazo de la burbuja inmobiliaria,
con una cifra pavorosa de parados que afecta a uno de cada cuatro trabajadores
sin incluir a miles de prejubilados que si bien no figuran en las listas de
paro, permanecen en inactividad forzosa.
Al coincidir esta situación con el fenómeno
de la globalización se agudiza la degradación del mercado laboral. La reacción de
los gobiernos consistió en rebajar las condiciones de trabajo, la reducción de
los salarios y el abaratamiento del despido y las restricciones de la
negociación colectiva, recorte del empleo público y encomendar la labor
mediadora a las ETT ante la inoperancia del INEM. Todas estas tendencias se
consolidaron con la promulgación de la reforma laboral de 2012 que supuso la
pérdida de conquistas sociales logradas tras un siglo de luchas sindicales.
El empleo fijo va camino de desaparecer sustituido
por contratos temporales y a tiempo parcial e incluso empleo en prácticas y
como becarios sin retribución ni alta en la seguridad social. En estas
condiciones el trabajador se siente indefenso ante posibles abusos, sobre todo
en empresas de poco tamaño con la amenaza permanente de despido sin apenas
indemnización. Los abusos no suelen ser detectados, corregidos y sancionados
por la insuficiencia de los 700 inspectores de trabajo para controlar más de
dos millones y medio de pequeñas empresas.
Vivimos una época de retrocesos en las
relaciones laborales, y el Derecho de Trabajo, creado y desarrollado para
humanizar el empleo y amparar a los trabajadores, ha perdido gran parte de su sentido.
De esta manera, la sociedad, en lugar de premiar la laboriosidad, recupera el
contenido bíblico de castigo.
¿Volverá Occidente a recuperar su tradición
de defensora de la dignidad de las personas y rechazar cualquier forma de
esclavitud? Aun cuando no se perciben indicios de que este deseo se cumpla, a
fuer de optimistas, confiemos que no tarde demasiado en producirse la reacción
contra el mundo injusto que padecemos.
En España, años después de la Transición,
se aprobó el Estatuto de los Trabajadores de 1985 que reguló las relaciones
laborales para sustituir la legislación franquista que simulaba la armonización
de intereses de los que llamaba productores y empresarios. En aquella etapa las
verdaderas cifras de paro no reflejaban la realidad social a causa de la
emigración a Centroeuropa que absorbía buena parte de la población activa. En
nuestro país nunca se logró el pleno empleo en el que la tasa de paro tolerable
oscila en torno al 3%. Los mejores datos logrados corresponden a 2007 con una tasa
próxima al 8%. Con el inicio de la crisis el dato de paro no cesó de empeorar
para alcanzar en 2013 el 26% que con respecto a los jóvenes alcanzó el 52%.
No hay comentarios:
Publicar un comentario