La democracia es una forma de gobierno que,
sin ser perfecta, como toda obra humana, es la mejor de cuantas se han ensayado
hasta el presente. Reúne, entre otras virtudes, la de ser un régimen abierto, y
por tanto, dispuesto a mejorar sus procedimientos hasta acercarse al ideal de
ser lo que su nombre indica: el gobierno del pueblo para el pueblo.
Para que el modelo implantado en España
después de la transición política responda a su enunciado, se necesita una
serie de reformas que afecten a los cuatro agentes que intervienen en el
sistema: las reglas de juego, los partidos políticos, los servidores del
sistema y los ciudadanos.
Por reglas de juego se entiende el conjunto
de normas legales que regulan el funcionamiento. Son perfectibles y por tanto,
susceptibles de mejora, entre otras, las circunscripciones provinciales que
favorecen la representatividad de los nacionalismos periféricos; la ley D’Ont
por vulnerar el principio de igual valor de los votos en beneficio de las
formaciones mayoritarias; por ejemplo, en las elecciones andaluzas del 22 de
marzo de 2015, el Partido Popular obtuvo el 26% de los sufragios y 33
diputados; en cambio, a Podemos y Ciudadanos, con el 24% les correspondieron 24
escaños.
Otros fallos legislativos reseñables son la
admisión de listas bloqueadas y cerradas que impiden al elector seleccionar los
candidatos de un mismo partido; la falta de democracia interna por ausencia de
elecciones primarias; la laxitud de la ley de financiación de los partidos que
alienta la captación de fondos por vías corruptas como las que tan a menudo saltan
a los medios de comunicación.
No ignoro que las posibles reformas
propuestas tienen contrapartida, y que de llevarse a cabo podrían resolver un
problema y crear otros porque lo mejor es enemigo de lo bueno, pero en
cualquier caso, las normas pueden y deben ser sometidas a debate para eliminar sus
disfuncionalidades, ya que de la discusión sale la luz.
La existencia de los partidos políticos
como cauces de participación indirecta de los ciudadanos es consustancial con
la democracia, y su funcionamiento no carece de motivos de crítica, que en
buena parte están implícitos en las deficiencias de la reglas de juego. Creo
que las leyes aplicables deberían ser más rigurosas en sus exigencias, así en
su aspecto preventivo de irregularidades como represivo cuando se cometan a fin
de restringir el riesgo de que se conviertan en focos de corrupción y cumplan
el papel que les asigna la
Constitución.
En lo concerniente a los políticos en
activo, se les acusa de haber caído en el descrédito y los numerosos casos de
corrupción denunciados han puesto en duda que ante su imputación por supuestos
delitos se debería aplicar la presunción de culpabilidad en lugar de la de
inocencia que todos se apresuran a reclamar cuando se ven en apuros.
Se les acusa también, con sobrada razón en
muchos casos, de hacer promesas irrisorias a sabiendas de no cumplirlas, de
faltar a lo que ofrecen en sus programas electorales, lo que equivale a mentir
y tomar por tontos a los ciudadanos; de dilapidar los caudales públicos en
inversiones inadecuadas o con fines partidistas antes que en beneficio del
interés general burlando la confianza que los electores han depositado en
ellos. Cuando se hace evidente que han cometido una tropelía, terminan diciendo
que asumen su responsabilidad sin que esta confesión se traduzca en clase
alguna de medidas. El verbo dimitir no saben conjugarlo. Finalmente, para colmo
de males, son muchos los corruptos, vencidos por la codicia y la falta de
escrúpulos. Otra imputación que se les hace es la de crear problemas en vez de
resolverlos.
La política es una actividad noble y
generosa en beneficio del bien común, empero, no pocos de sus servidores
pervierten la función, lo que hace pensar que tales personas no son manzanas
podridas en un cesto, sino que lo que está putrefacto es el sistema.
Si hablamos de diputados nacionales o
autonómicos, los reglamentos de las Cámaras los reducen a dóciles aplaudidores
a la señal de los portavoces y a pulsar el botón que les han indicado, y si
acaso hacen declaraciones, repiten como papagayos las directrices que marcan
los líderes, sin salirse del guion. Tal es el oficio de los padres de la
patria. La personalidad, la iniciativa o el criterio propio desaparecen de los
debates.
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