lunes, 16 de febrero de 2015

Vanidad y despilfarro



   Probablemente, uno de los pecados individuales que más caro ha costado a las naciones es el de la vanidad y manía de grandeza de muchos gobernantes. A todos nos halaga dejar huella de nuestro paso por el mundo, pero hacerlo con pólvora ajena está solo al alcance de quien detenta el poder. Los gobernantes aspiran a ser recordados por obras monumentales a costa de la frivolidad y ligereza con que disponen de los caudales públicos para satisfacer su ego, lo que les hace invertir enormes sumas en edificaciones suntuarias que, pasado el tiempo, pueden ser objeto de admiración, pero que en su día supusieron la desviación de recursos públicos en perjuicio de demandas colectivas acuciantes, desatendidas olímpicamente. Así, en muchas ocasiones las necesidades de los pobres y las prioridades de los políticos discurren por caminos divergentes incurriendo en lo que los economistas llaman costes de oportunidad que implican una rentabilidad económica y social de las inversiones inferior a la que podría haberse obtenido con otra asignación diferente de las inversiones públicas.

    Es sabido que los recursos disponibles son siempre inferiores a las necesidades por lo que se impone establecer un orden de prioridades en el empleo de los mismos. Si la potestad de elegir residiera en los representantes de la voluntad popular cabe suponer que se atenderían primordialmente las carencias de los ciudadanos necesitados, mientras que si es un autócrata quien tiene la última palabra, elegirá seguir el criterio de complacer su amor propio, poniendo al servicio de su fantasía lo que pertenece al pueblo.

    No obstante, sería injusto atribuir exclusivamente al dictador de turno o al monarca absoluto el despilfarro de los caudales públicos. Vemos, por el contrario, que en nuestros días, en democracia, se construyen obras faraónicas con poca o nula utilidad colectiva. Esta anómala situación se produce porque al líder supremo, los representantes elegidos por los ciudadanos no se atreven o no les conviene indisponerse con él, que es el dispensador de favores.

    La lista de tales desvaríos, desde la antigüedad a nuestros días, sería interminable. Baste citar algunos ejemplos de inversiones públicas llevadas a cabo por puro capricho de un gobernante que dispuso a su antojo de lo que, siendo de todos, no pertenece a nadie en particular y está destinado al bien común.

    Quizás el caso más representativo que nos muestra la historia sea la construcción de las pirámides egipcias o el Valle de los Caídos, próximo a Madrid. Los deseos del faraón o los del Caudillo eran órdenes y solo cabía darle gusto sin importar los sacrificios que implicasen o el derroche que supusieran.

    Otro ejemplo notable de despilfarro podría ser el castillo, propio de un cuento de hadas, que mandó construir el rey loco Luis II de Baviera para lucimiento de su mente calenturienta.

    Es frustrante comprobar que la democracia, que significa el gobierno del pueblo, no haya impedido que en el presente se sigan cometiendo parecidos atropellos a la razón por medio de obras elefantiásicas como pueden ser la Ciudad de la Cultura en Santiago o la Ciudad de la Ciencia en Valencia… O el AVE, que con las dimensiones proyectadas nunca será rentable.

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