Probablemente, uno de los pecados
individuales que más caro ha costado a las naciones es el de la vanidad y manía
de grandeza de muchos gobernantes. A todos nos halaga dejar huella de nuestro
paso por el mundo, pero hacerlo con pólvora ajena está solo al alcance de quien
detenta el poder. Los gobernantes aspiran a ser recordados por obras
monumentales a costa de la frivolidad y ligereza con que disponen de los caudales
públicos para satisfacer su ego, lo que les hace invertir enormes sumas en
edificaciones suntuarias que, pasado el tiempo, pueden ser objeto de
admiración, pero que en su día supusieron la desviación de recursos públicos en
perjuicio de demandas colectivas acuciantes, desatendidas olímpicamente. Así,
en muchas ocasiones las necesidades de los pobres y las prioridades de los
políticos discurren por caminos divergentes incurriendo en lo que los
economistas llaman costes de oportunidad que implican una rentabilidad
económica y social de las inversiones inferior a la que podría haberse obtenido
con otra asignación diferente de las inversiones públicas.
Es sabido que los recursos disponibles son
siempre inferiores a las necesidades por lo que se impone establecer un orden
de prioridades en el empleo de los mismos. Si la potestad de elegir residiera en
los representantes de la voluntad popular cabe suponer que se atenderían
primordialmente las carencias de los ciudadanos necesitados, mientras que si es
un autócrata quien tiene la última palabra, elegirá seguir el criterio de complacer
su amor propio, poniendo al servicio de su fantasía lo que pertenece al pueblo.
No obstante, sería injusto atribuir
exclusivamente al dictador de turno o al monarca absoluto el despilfarro de los
caudales públicos. Vemos, por el contrario, que en nuestros días, en democracia,
se construyen obras faraónicas con poca o nula utilidad colectiva. Esta anómala
situación se produce porque al líder supremo, los representantes elegidos por
los ciudadanos no se atreven o no les conviene indisponerse con él, que es el
dispensador de favores.
La lista de tales desvaríos, desde la
antigüedad a nuestros días, sería interminable. Baste citar algunos ejemplos de
inversiones públicas llevadas a cabo por puro capricho de un gobernante que
dispuso a su antojo de lo que, siendo de todos, no pertenece a nadie en
particular y está destinado al bien común.
Quizás el caso más representativo que nos
muestra la historia sea la construcción de las pirámides egipcias o el Valle de
los Caídos, próximo a Madrid. Los deseos del faraón o los del Caudillo eran
órdenes y solo cabía darle gusto sin importar los sacrificios que implicasen o
el derroche que supusieran.
Otro ejemplo notable de despilfarro podría
ser el castillo, propio de un cuento de hadas, que mandó construir el rey loco
Luis II de Baviera para lucimiento de su mente calenturienta.
Es frustrante comprobar que la democracia,
que significa el gobierno del pueblo, no haya impedido que en el presente se
sigan cometiendo parecidos atropellos a la razón por medio de obras
elefantiásicas como pueden ser la
Ciudad de la
Cultura en Santiago o la Ciudad de la Ciencia en Valencia… O el AVE, que con las
dimensiones proyectadas nunca será rentable.
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