El 4 de octubre de 1999 tuvo lugar en
Madrid un acto de gran simbolismo. En el marco de la visita oficial a España,
el entonces presidente de la
República francesa, Jacques Chiraq, homenajeó a los héroes del
2 de mayo de 1808, depositando una corona de flores sobre el monumento que les
recuerda en la plaza de la
Lealtad.
¡Quién diría a Daoiz y Velarde que, pasado
el tiempo, les rendiría honores el máximo representante del pueblo cuyos
soldados fueron los ejecutores! De saberlo, es dudoso que hubieran ofrendado sus
vidas por defender lo que interpretaron como los sagrados intereses de la
patria y resultaron ser las puertas que abrieron el reinado de Fernando
VII, de infausta memoria, llamado primero
el Deseado y después el rey Felón. La ofrenda floral de Chiraq a los que
cayeron frente a las tropas napoleónicas recorta la postración de hinojos del
canciller alemán, Willy Brandt ante el monumento a los judíos masacrados por
los nazis en el gueto de Varsovia, y a otros actos de contrición pública a los
que asistimos en los últimos tiempos.
La historia ofrece abundantes testimonios
de hechos que en su día fueron juzgados como gestas gloriosas y que más tarde
fueron juzgados como episodios desafortunados cuando no criminales por la
ceguera de los políticos que no quisieron o pudieron evitarlos. Más pronto o más
tarde se impone la rectificación y surge la necesidad del desagravio, implícito
o expreso de las víctimas sacrificadas.
En la historia moderna, España no está
exenta de estas trágicas paradojas. Pensemos, por ejemplo, en cómo se
desarrolló la emancipación de la
América hispana y de Filipinas. Los héroes de la
independencia fueron juzgados traidores y los que cayeron en poder del ejército
español fueron ejecutados como el cura mexicano Miguel Hidalgo o el joven poeta
filipino José Rizal.
De las cruentas guerras que España libró para
conservar su imperio de ultramar cosechó las derrotas de Ayacucho, Chacabuco y
Maipú, Carabobo y Boyacá que dieron la independencia a Perú, Chile, Venezuela y
Colombia. Los vencedores de aquella contienda fratricida no solo son los
libertadores de sus países, sino que también en España se les honra con
estatuas y se les dedican calles y plazas, en tanto que los vencidos han caído
en el más espeso de los olvidos que es como una segunda muerte de los que
perecieron en combate. Que nadie busque en las enciclopedias los nombres del
virrey La Serna,
de Rafael Maroto o de Ceballos y Cajigas. Quizá la excepción se da con Pablo
Morillo, que mandaba el ejército derrotado por Bolívar en Boyacá, por su
actividad política posterior. Quienes hicieron morder el polvo de la derrota a
nuestro ejército a menudo se les dedicaron monumentos en nuestras ciudades o
dan nombres a calles de las mismas (Artigas, Bolívar, San Martín…).
En Vigo, donde al principio de su carrera
militar contribuyó a expulsar de la entonces villa a los ocupantes franceses
(gabachos, como se decía entonces) corona Morillo el monumento levantado a los
héroes de la Reconquista en la
Plaza de la
Independencia.
¿Cómo alguien podría explicarles a los
miles de españoles muertos a manos de los Cambises o por efecto de la malaria
en la manigua cubana, o en la batalla naval de Santiago que su sacrificio iría
seguido 55 años más tarde, de un acuerdo por el que Estados Unidos, artífice de
nuestro descalabro, ocuparía como aliado y amigo bases en la metrópoli que
siguen manteniéndose desde 1953 en Morón de la Frontera y en Rota?
Cervantes dejó escrito que la historia es
maestra de la vida, pero los alumnos, que somos nosotros, cosechamos abundantes
suspensos en todos los exámenes porque olvidamos sus lecciones y repetimos los
mismos errores como hemos hecho en Africa. ¿Cuántas guerras no habrían tenido
lugar en el mundo si los líderes políticos hubieran hecho más uso de la
cordura, la sensatez y la ética, y menos de la arrogancia, la violencia y el
fanatismo?
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