Es sabido de todos que, de los distintos
papeles que el ciudadano representa frente al Estado, ninguno es menos
gratificante que el de contribuyente. El pago de impuesto es una de las dos
obligaciones que la Constitución impone a los españoles. Al haberse abolido el
servicio militar obligatorio, aquella queda como única exigible. Se trata, sin
duda, de una imposición onerosa, pero indispensable como contrapartida al
disfrute de los derechos y servicios que el gobierno concede a los ciudadanos
en cumplimiento de la Carta Magna.
Puesto que no podemos ni debemos evadirnos
de entregar lo suyo a la Hacienda pública, lo que tenemos derecho a demandar de
la Administración es que se simplifique y facilite su cumplimiento, de modo que
el desembolso no vaya acompañado de trámites farragosos y desciframiento de
impresos que solo los especialistas pueden interpretar. Más aun, sería deseable
que los impuestos se redujesen en su número al mínimo posible, librando al
contribuyente de desfilar por múltiples ventanillas con engorrosas
liquidaciones en cada una, como vía para alcanzar el impuesto único.
Ya hace alrededor de medio siglo que un
ilustre economista español, Manuel de Torres, propuso la introducción del
impuesto sobre la renta como única figura impositiva. Aunque él murió sin
verlo, tal parece el camino a seguir, si bien hay que reconocer que el proceso
avanza lentamente.
Tal vez el cambio convenga introducirlo por
etapas, por razones prácticas, pero la meta no puede ser otra que el gravamen
único sobre los ingresos de los ciudadanos. Como afirmó en cierta ocasión la
Agencia Tributaria, dicho impuesto constituye “una de las máximas expresiones
de los principios de igualdad y solidaridad reconocida en nuestra Constitución”.
La capacidad de control que proporcionan
los programas informáticos y el cruce de datos, hacen viable que se puedan
conocer con razonable fiabilidad las bases tributarias sobre las que exigir la
cuota a ingresar, con lo que, partiendo de una tarifa progresiva, se recaudaría
con equidad la carga fiscal. El Tesoro público, como único recaudador, se
encargaría después de repartir los ingresos entre las comunidades autónomas y
la Administración local en la proporción establecida por la ley.
De la unificación de tributos en uno solo
todos saldríamos ganando. El Estado se vería aliviado de la compleja
organización burocrática que conlleva la multiplicidad de impuestos. En el
aspecto macroeconómico, al tratarse de un gravamen directo sobre las rentas
globales percibidas, los contribuyentes no podrían repercutirlo sobre los
precios de los bienes y servicios como ahora ocurre con la imposición sobre el
consumo que es lo que representa el IVA. Así desaparecería una de las causas que
generan tensiones inflacionarias. Finalmente, con un perfeccionamiento del
aparato recaudatorio sería más fácil que hasta ahora perseguir el fraude, que alcanza
cifras cuantiosas.
El ciudadano, por su parte, no tendría que
estar pendiente de los numerosos plazos y vencimientos que hoy le agobian. Con
una sola declaración cumpliría sus obligaciones con el fisco. El ahorro de
tiempo y de molestias, serían muy apreciables. Vale la pena que los hacendistas
se apliquen a la tarea para que la transición no se demore demasiado.
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