viernes, 5 de diciembre de 2014

Democracia vs. Plutocracia



    En una tendencia que venía de atrás, la pérdida de peso de las rentas salariales en la formación del PIB, experimentó una desaceleración aun mayor con motivo de la crisis en relación con las rentas del capital. El proceso se agrava cuando éstas tienen un crecimiento mayor que el de la economía nacional, según documenta el economista francés Thomas Piketty en su libro recién aparecido “El capital en el siglo XXI”.
    Esta evolución conduce inevitablemente a una progresiva desigualdad entre una élite que acumula una desproporcionada riqueza y el resto de la población, que se reparte en tasa decreciente el resto de la tarta hasta llegar a un segmento que carece de toda clase de bienes.
    Según datos de la banca Credit Suisse existen en nuestro país 465.000 personas (el 1% de los españoles) que poseen un patrimonio de más de un millón de dólares, equivalente a 800.000 euros, sin contar la vivienda propia, joyas, cuadros y vehículos. Por el contrario, el 22% de la población sufre pobreza severa que afecta especialmente a la tercera parte de la infancia.
    Dado que fortuna y poder están indisociablemente unidos, se impone la conclusión de que la oligarquía capitalista controla el gobierno del país, bien por sus representantes directos, bien por políticos desclasados a su servicio.
    Dicha situación configura una plutocracia que el Diccionario de la Real Academia define como “preponderancia de los ricos en el gobierno de un Estado”. De tal detentación del poder solo cabe esperar que las leyes favorezcan sobre todo a la clase adinerada, como así ocurre. Las muestras podrían multiplicarse, mas en aras de la brevedad citaré solamente algunos ejemplos recientes.
    El gobierno de Zapatero, poco antes de abandonar la Moncloa indultó al consejero delegado del Santander. El presidente de este banco podría haber sido condenado pero el Tribunal Supremo archivó la causa en virtud de que la fiscalía no había ejercido la acusación, consagrándose así la que se llama “doctrina Botín”. El mismo gobierno se hizo con los nombres de 659 grandes defraudadores, facilitados por un empleado del banco HSBC en Ginebra llamado Falciani, pero optó por cobrar la deuda estimada sin la multa que correspondería, y todo con la máxima discreción para que no trascendieran los nombres de los infractores.
    Una actitud similar fue observada por el Ejecutivo del partido popular al decretar una amnistía fiscal a la que pudieron acogerse quienes disponían de dinero depositado en paraísos fiscales, sin temor a inspecciones que pudieran delatar el posible origen delictivo de los capitales ocultos.
    No me resisto a incluir en la lista de despropósitos el rescate de los bancos por 100.000 millones de euros que habremos de pagar con nuestros impuestos. Los mismos bancos que desahucian a centenares de miles de familias. Para ellos no hay rescate ni amnistía.
    Para no alargar la relación de desmanes citaré solamente que el gobierno socialista dejó prescribir el derecho a reclamar a las empresas eléctricas más de 3.000 millones de euros que habían cobrado de más a los abonados.
    Puesto que somos gobernados de hecho por una oligarquía plutocrática, cabe preguntarse si es posible la convivencia armónica de democracia y plutocracia. La respuesta es negativa porque la democracia exige la vigencia de principios, entre otros, el de una persona un voto, y todos con el mismo valor; por consiguiente, el gobierno salido de las urnas debe representar la voluntad mayoritaria y ajustar su actuación al bien común. La plutocracia, por el contrario, amputa la representatividad y defiende los privilegios de los mejor instalados en la sociedad. En la medida que predomine la plutocracia más se recortará el ideal democrático.
    No obstante, la convivencia de ambos regímenes se da en muchos países y también en el nuestro como consecuencia de la desigualdad que reina en ellos. Lo cual conlleva que el gobierno del pueblo por el pueblo se cumple de forma deficiente, por cuanto una parte considerable de cuantos teóricamente deciden, se abstienen de hacerlo, y cuanto menor sea la participación más sufre la legitimidad del sistema.
    La realidad nos muestra claramente que quienes viven en la pobreza son poco proclives a acercarse a las urnas, bien sea por su exclusión, bien sea por desconfianza hacia la clase política.
    En la medida que aumenta la pobreza como ocurre actualmente, crece el abstencionismo electoral que, como promedio de varias convocatorias electorales, está en torno al 35% del censo,
    Con el índice de participación del 65%, suponiendo como ejemplo, un censo de veinte millones de ciudadanos con derecho a voto, solo lo ejercitarían trece millones, con predominio de la clase media y alta. Si el partido vencedor obtuviera el 50% de los sufragios, tendría el respaldo de seis millones y medio. Por tanto, su gobierno solamente representaría la voluntad de un tercio de la población frente a los dos tercios restantes cuya voluntad no sería atendida. Si, como acontece en Estados Unidos, la democracia más antigua del mundo, los ciudadanos que votan apenas pasan del 50%, la legitimidad de los gobernantes queda más que cuestionada. No en vano se ha dicho que la democracia es el peor sistema político con excepción de todos los demás conocidos.

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