En las últimas elecciones generales
celebradas en 2011, los ciudadanos otorgaron el PP la mayoría absoluta para
gobernar durante cuatro años. Este mandato fue interpretado como carta blanca
para imponer sus decisiones de forma unilateral sin respetar las razones de la
oposición e incluso contraviniendo su programa electoral que sirvió para
seducir el coto de los electores.
Las opciones de toda elección se reducen a
dos: dar a un partido la mayoría absoluta o repartir los sufragios entre
varios. Ninguna de las dos es perfecta porque perfectos no somos lo humanos. En
el primer supuesto el partido victorioso no admite límites a su política e
impone sus decisiones gusten o no gusten empleando en el Parlamento el rodillo
para aprobar sus leyes, comenzando por la del presupuesto. A falta de triunfo
mayoritario, el gobierno solo es posible por una coalición expresa o tácita, es
decir, con participación plural en el ejecutivo, o de un solo partido con apoyo
de otro o varios para contar con al menos la mitad más uno de los diputados. En
este caso las líneas de gobierno tienen que ser consensuadas, renunciando los
socios a la aplicación estricta de sus respetivos programas.
El uso que el PP hace de su poder pone de
relieve el desprecio de la oposición a la que ignora, gobernando a golpe de
decreto-ley que elude el debate parlamentario de las medidas implantadas,
negando cualquier comisión de investigación y apropiándose de las instituciones
mediante el nombramiento de representantes adictos al frente de las mismas. Se
aprueban leyes de marcado carácter ideológico (LOMCE, Reforma Laboral,
Seguridad Ciudadana, etc.) con sus únicos votos, desoyendo cualquier objeción o
propuesta de los demás grupos. En materia económica se escuda en la crisis para
para aumentar impuestos, incumpliendo sus promesas, precariza el empleo y se
recortan derechos y prestaciones sociales, justificándose con que “es lo que
hay que hacer”. Lo que al parecer no hay que hacer es gravar las grandes
fortunas, distribuir las cargas con más equidad o publicar los nombres de los
defraudadores, como los que se acogieron a la escandalosa amnistía fiscal. De
los evasores que denunció Falciani nunca más se supo. Los platos rotos que los
paguen los de siempre aunque no hayan tenido arte ni parte en el estropicio.
Que se ahonde la desigualdad entre los españoles no parece preocuparles.
El gobierno de mayoría absoluta se
convierte de hecho en una dictadura partidista que además acumula un daño
adicional. Proporciona a los políticos la impresión de que todo está permitido,
de que cualquier transgresión de la ley
quedaría impune, o sea, se abre el camino para que fluya libremente la corrupción, cumpliéndose
el aforismo que acuñó el político británico Lord Acton (1834-1902): el poder
tiende a la corrupción y el poder absoluto corrompe absolutamente. Lo vemos
confirmado con la oleada de escándalos que afecta principalmente al partido
gobernante en todas las instituciones, desde el gobierno central a los
ayuntamientos pasando por las autonomías, como antes protagonizó el PSOE en su
etapa mayoritaria.
Hay motivos más que sobrados para exclamar:
“De mayorías absolutas líbranos Señor”.
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