Es tan intensa y extensa la ola de
corrupción que nos invade que uno se pregunta cual puede haber sido la causa de
tamaña relajación moral de las costumbres que ha contagiado a buena parte de la
sociedad, sin que ello suponga que venimos de un pasado ejemplar.
Lo cierto es que los escándalos que vamos
conociendo día a día a través de los medios de comunicación superan nuestra
capacidad de asombro para transformarse en desconfianza general e indignación.
La codicia pervirtió la conciencia de muchas personas tenidas por honorables y
se extendió a buena parte de las instituciones, desde las más altas del Estado
(Corona, poder ejecutivo y judicial) hasta los gobiernos autónomos y locales
con los respectivos organismos por ellos creados, sin olvidar los agentes
sociales y económicos, e incluyendo, por supuesto, a directivos empresariales. Casi
parece que no se corrompió quien no tuvo ocasión de hacerlo.
Uno de los frutos amargos de la situación
creada fue la crisis que padecemos. Entre 1995 y 2009, España vivió una época de
prosperidad ficticia, ayudada en parte por más de un billón de euros
procedentes de la ayuda de la UE,
haciendo creer a los gobernantes que el crecimiento económico no tenía por qué
interrumpirse y que el enriquecimiento era fácil como dijo un ministro de
Economía. En este caldo de cultivo se relajaron los frenos legales, éticos y
religiosos con derroche de fondos públicos, prevaricación, apropiación
indebida, gestión fraudulenta, falsedad contable, fraude a Hacienda y pérdida
del respeto al endeudamiento familiar, empresarial y público.
La burbuja estalló en 2009 y los gobiernos
del PP y PSOE contrajeron una grave responsabilidad por no contener a tiempo el
apalancamiento de la banca y adoptar medidas para mantener embridado el déficit
por cuenta corriente.
Otro factor que contribuyó a empeorar las
cosas fue la descentralización de la Administración, basada en el principio de
subsidiariedad que presupone ventajas por la aproximación de la Administración a
los ciudadanos. Sin negar que esto sea cierto, también es preciso admitir que
incorpora disfunciones como facilitar el clientelismo y amiguismo, lo que se traduce
en el ámbito municipal en decisiones tomadas bajo presión de intereses particulares
como pueden ser recalificaciones urbanísticas especulativas o la licitación de
obras a dedo. Si las decisiones se toman a distancia es más fácil eludir las
presiones interesadas.
Veamos tres muestras que corroboran lo
dicho: Primero, la UE advirtió al Gobierno de la inadecuación de la legislación
hipotecaria con cláusulas tan desiguales como la llamada “cláusula suelo” y la no admisión de la
dación en pago de deuda; después el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo
anulando la conocida como “doctrina Parot” por aplicación indebida del
principio de irretroactividad penal; y muy recientemente la Comisión Europea
anunció la apertura de expediente a siete clubes de fútbol por subvenciones
públicas ilegales, recalificaciones de terrenos sospechosas y tratamiento
fiscal privilegiado. Todas ellas, son irregularidades que han tenido que ser
desmontadas desde Bruselas para vergüenza y sonrojo nuestro.
Se aduce a veces para justificar el
malestar actual que todos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades,
pero esto es una verdad a medias. No los trabajadores normales ni mucho menos
los pobres compraron segunda vivienda, cambiaron de coche cada año o se fueron
de vacaciones a países lejanos. Quienes incurrieron en tales gestos de
ostentación fueron, sobre todo, miembros de la clase política y de clase media
alta.
¿Hemos de resignarnos a convivir con un
nivel de corrupción igual o mayor que el que tenemos ahora, como algo
inevitable e innato de la condición humana? Admitamos que como seres
imperfectos que somos no se puede erradicar el mal como si de una enfermedad
física se tratase, curable con un antibiótico. Reconozcamos también que las
prácticas corruptas no son exclusivas de ningún país. Lo que singulariza el
fenómeno en España es la facilidad con que se disculpa por la opinión pública y
la falta de un código ético promovido y respetado por los partidos políticos.
Anta la inculpación judicial de un político el interesado se declara inocente y
tranquilo, y a continuación sus correligionarios se ofrecen a poner la mano en
el fuego por él (y con frecuencia la queman).
Siendo un hecho patente la dificultad de
acabar con la corrupción, la aplicación de un plan coherente podría lograr que
la honradez de los cargos públicos fuera la norma y el engaño o la extorsión
fueran la excepción. El plan en cuestión debería incluir medidas preventivas de
eficacia demorada como la educación en valores y también medidas represivas, de
acción inmediata. En este contexto, creo que fue un error de origen ideológico la
supresión de la asignatura “Educación ciudadana”.
Sin propósito exhaustivo sino a título
enunciativo, en cuanto a la represión de las conductas dolosas, propondría los
siguientes tratamientos: Imponer una amplia ley de transparencia de los actos
administrativos, publicar el patrimonio al ingresar en el cargo político y al
abandonarlo, establecer sistemas de control interno, evitando en lo posible las
decisiones unipersonales, reformar el Tribunal de Cuentas de forma que sea
independiente para que pueda proponer sanciones a los infractores y dotarlo
de medios personales y materiales para
que pueda enjuiciar el año anterior a la inspección, evitando el retraso con
que ahora funciona, establecer sanciones penales a las corporaciones locales
que tomen acuerdos en contra de los informes preceptivos del secretario e
interventor de las mismas. Por último, para que los ciudadanos no tengamos
motivos para quejarnos de la lentitud
de los procesos judiciales, revisar y
actualizar sus Reglamentos y dotar a los
órganos de Justicia del personal suficiente y de los recursos presupuestarios a
fin de que puedan cumplir su función y no se demoren más de lo indispensable
los autos y sentencias.
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