¿Por qué somos tan propensos a crear
problemas de pertenencia identitaria, resaltando diferencias minúsculas con
otras personas o grupos, y despreciando las grandes afinidades y valores que
compartimos con ellos?
¿Cómo puede explicarse que las dos
comunidades autónomas más cultas y prósperas de España, Cataluña y País Vasco
hayan sido manipuladas por los cantos de sirena de políticos nacionalistas que
solamente aspiran a ocupar los puestos de gobernantes de los microestados que
pretenden crear?
En la actualidad es Cataluña la que ha
suscitado de improviso el tema independentista hasta convertirlo en problema
acuciante, al que voy a referirme en concreto. Su alegato es que no se le ha
reconocido en el Estado el papel singular que reclaman, llegando a acusar a
España de ladrona, lo cual no se compadece con el puesto privilegiado que
ostenta entre todas las comunidades.
Lo cierto, sin embargo, es que la única
singularidad constatable es el idioma propio, a cuyo uso nadie se opone, y que
la comunidad disfruta de un nivel de autogobierno como no ha tenido nunca. Los
secesionistas rechazan su cuota de solidaridad con olvido manifiesto de que los
demás españoles hemos tenido algo que ver con el grado de desarrollo allí
alcanzado. Los aranceles proteccionistas que España implantó en el siglo XX para
defender de la competencia a la industria textil catalana y la siderúrgica
vasca, un factor que sostuvo el proceso industrializador, a cambio de consumir
productos de peor calidad o precio que los que ofrecían los mercados
internacionales.
El resultado de la secesión sería tan
descabellado que no resiste la más leve argumentación. Desde el punto de vista general
significaría nadar contra corriente frente a la tendencia globalizadora que
impone la creciente interdependencia de todas las naciones. Supone renunciar a
las economías de escala propiciadas por los grandes espacios económicos.
Con respecto al papel político, una
Cataluña de siete millones de habitantes quedaría sumida en la irrelevancia. Si
de esta consideración pasamos al coste económico y social, es difícil imaginar
lo que representaría la construcción de un Estado (desde la Administración
pública pasando por la diplomacia y defensa) y todo ello en un contexto de
aislamiento y fuera de la Unión Europea.
Es inimaginable que los países europeos apoyaran la independencia catalana por
temor a enfrentarse al mismo problema en su interior (Gran Bretaña con Escocia,
Francia con Córcega y el País Vasco Francés, Bélgica con Flandes, etc.). Lo
previsible sería el veto a la integración, con el consiguiente descenso del
nivel de vida.
Los nacionalistas se empeñan en resaltar
las supuestas ventajas que se derivarían del cambio, pero la realidad desmiente
su factibilidad. Levantar barreras aduaneras alrededor del nuevo Estado no
favorecería las relaciones comerciales y culturales, tratar como extranjeros a
los catalanes desperdigados por España y a los españoles afincados en Cataluña
no mejoraría en absoluto su situación actual.
Es indudable que las pulsiones
nacionalistas son sentimientos, y como tales no se inspiran en la racionalidad,
pero las decisiones colectivas no deben ser ajenas al sentido común que los
catalanes identifican con el “seny”. Y de los políticos cabe esperar un más
acusado sentido de la responsabilidad. Independientemente de cual sea el final
de la aventura, es innegable el daño inferido a la convivencia de todos los
españoles. En este sentido, el presidente de la Generalitat señor Mas,
debería cambiar su apellido por el señor Menos.
Pese a todo, confiemos que el encontronazo
entre Madrid y Barcelona no desemboque en un choque de trenes en el que todos
saldríamos perdiendo.
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