Debemos a “Las mil y una noches” el
cuento de “Alí Babá y los cuarenta ladrones”, según el cual, éstos guardaban a
buen recaudo en una cueva el fruto de sus pillajes.
El cuento tiene muchos siglos de antigüedad
pero nunca ha perdido actualidad. En nuestro tiempo, cuando alguien consigue
mucho dinero, es habitual que eche mano de todos los medios a su alcance,
legales o paralegales, para conservarlo y, en lo posible, obtener sustanciosos
beneficios porque la codicia y la avaricia cabalgan juntas. La primera se vale
entre otros artificios de hurtar a Hacienda el pago de impuestos, dejando a los
demás el cumplimiento de la obligación de sufragar el coste de los servicios
públicos que disfrutamos todos.
Para facilitar el éxito de estas prácticas,
el sistema financiero internacional se pone a su disposición, garantizando la
impunidad del fraude. El instrumento son los paraísos fiscales cuyo número
supera también los cuarenta. Estos refugios opacos de dinero huidizo aseguran
el secreto bancario de cuentas numeradas que es invertido en fondos de
inversión, fundaciones u otros activos, a cambio de comisiones.
Los paraísos fiscales son verdaderas cuevas
de Alí Babá. Allí va a parar el
producto de todos los tráficos ilícitos (personas, armas, drogas, robos de
dictadores) e incluso fondos del terrorismo, porque, una vez que el dinero
llega a las cuevas, nadie pregunta por su origen ni investiga su procedencia.
En esos centros financieros se depositan billones de euros que circulan
extramuros de la ley.
Ciñéndonos a los europeos, sin duda el más
conocido es el de Suiza, que se defiende de su mala prensa alegando que también
los poseen varios países europeos. En efecto, comenzando por Luxemburgo,
cofundador de la Unión Europea, Gran Bretaña, con las islas Jersey y Gibraltar,
Francia con Mónaco y Andorra y Liechtenstein, un microestado teóricamente
independiente, de modo que quien se sienta inocente que tire la primera piedra.
Es evidente que si se mantienen activos es porque falta voluntad política de
que desaparezcan.
Conscientes los Gobiernos de los peligros que
comporta esa masa monetaria sin control, a raíz primero de los atentados del
11-S en EE.UU., y de la crisis económica desatada en 2007, se propuso como
objetivo irrenunciable la eliminación de ese poder subterráneo. Sin embargo, el
propósito pronto cayó en el olvido y el G-20 lo resucitó aligerándolo y
ofreciendo a los países interesados adherirse al intercambio automático de
información de las cuentas bancarias, lo que fue aceptado por varios Estados,
entre ellos Suiza a partir de 2015. Se resignaron a perder clientes europeos,
convencidos de que otros rusos, latinoamericanos y asiáticos seguirán acudiendo
a ellos porque nunca faltarán tratantes de personas, comerciantes de armas,
políticos ladrones o narcotraficantes deseosos de mantener ocultos sus saqueos.
Quien rehúye cumplir sus compromisos
económicos con terceros incurre en un delito asimilable al de robo o estafa. A
este género pertenece el fraude a Hacienda, pero en este caso la ley aplica una
normativa diferenciada. Mientras el hurto a un particular si su valor excede de
400 euros se convierte en delito, para que la elusión del impuesto tenga esta
consideración legal ha de superar los 120.000 euros y demostrarse el propósito
de defraudar (¡!).
También por deducción lógica podríamos
decir que quien esconde el fruto de un expolio realizado por otro se convierte
en cómplice o colaborador necesario, mas aquí la lógica falla si nos referimos
a la función que desempeñan los paraísos fiscales. Nadie reclama castigo para
ellos ni pide la extradición de los culpables. Ni siquiera se publican sus
nombres para respetar su privacidad como personas respetables.
La justicia, como tiene los ojos vendados,
no puede darse cuenta de su anómalo funcionamiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario