sábado, 11 de enero de 2014

Paraísos fiscales: las cuevas de Alí Babá



   Debemos a “Las mil y una noches” el cuento de “Alí Babá y los cuarenta ladrones”, según el cual, éstos guardaban a buen recaudo en una cueva el fruto de sus pillajes.
    El cuento tiene muchos siglos de antigüedad pero nunca ha perdido actualidad. En nuestro tiempo, cuando alguien consigue mucho dinero, es habitual que eche mano de todos los medios a su alcance, legales o paralegales, para conservarlo y, en lo posible, obtener sustanciosos beneficios porque la codicia y la avaricia cabalgan juntas. La primera se vale entre otros artificios de hurtar a Hacienda el pago de impuestos, dejando a los demás el cumplimiento de la obligación de sufragar el coste de los servicios públicos que disfrutamos todos.
    Para facilitar el éxito de estas prácticas, el sistema financiero internacional se pone a su disposición, garantizando la impunidad del fraude. El instrumento son los paraísos fiscales cuyo número supera también los cuarenta. Estos refugios opacos de dinero huidizo aseguran el secreto bancario de cuentas numeradas que es invertido en fondos de inversión, fundaciones u otros activos, a cambio de comisiones.
    Los paraísos fiscales son verdaderas cuevas de Alí Babá. Allí va a parar el producto de todos los tráficos ilícitos (personas, armas, drogas, robos de dictadores) e incluso fondos del terrorismo, porque, una vez que el dinero llega a las cuevas, nadie pregunta por su origen ni investiga su procedencia. En esos centros financieros se depositan billones de euros que circulan extramuros de la ley.
    Ciñéndonos a los europeos, sin duda el más conocido es el de Suiza, que se defiende de su mala prensa alegando que también los poseen varios países europeos. En efecto, comenzando por Luxemburgo, cofundador de la Unión Europea, Gran Bretaña, con las islas Jersey y Gibraltar, Francia con Mónaco y Andorra y Liechtenstein, un microestado teóricamente independiente, de modo que quien se sienta inocente que tire la primera piedra. Es evidente que si se mantienen activos es porque falta voluntad política de que desaparezcan.
    Conscientes los Gobiernos de los peligros que comporta esa masa monetaria sin control, a raíz primero de los atentados del 11-S en EE.UU., y de la crisis económica desatada en 2007, se propuso como objetivo irrenunciable la eliminación de ese poder subterráneo. Sin embargo, el propósito pronto cayó en el olvido y el G-20 lo resucitó aligerándolo y ofreciendo a los países interesados adherirse al intercambio automático de información de las cuentas bancarias, lo que fue aceptado por varios Estados, entre ellos Suiza a partir de 2015. Se resignaron a perder clientes europeos, convencidos de que otros rusos, latinoamericanos y asiáticos seguirán acudiendo a ellos porque nunca faltarán tratantes de personas, comerciantes de armas, políticos ladrones o narcotraficantes deseosos de mantener ocultos sus saqueos.
    Quien rehúye cumplir sus compromisos económicos con terceros incurre en un delito asimilable al de robo o estafa. A este género pertenece el fraude a Hacienda, pero en este caso la ley aplica una normativa diferenciada. Mientras el hurto a un particular si su valor excede de 400 euros se convierte en delito, para que la elusión del impuesto tenga esta consideración legal ha de superar los 120.000 euros y demostrarse el propósito de defraudar (¡!).
    También por deducción lógica podríamos decir que quien esconde el fruto de un expolio realizado por otro se convierte en cómplice o colaborador necesario, mas aquí la lógica falla si nos referimos a la función que desempeñan los paraísos fiscales. Nadie reclama castigo para ellos ni pide la extradición de los culpables. Ni siquiera se publican sus nombres para respetar su privacidad como personas respetables.
   La justicia, como tiene los ojos vendados, no puede darse cuenta de su anómalo funcionamiento.

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