Los imperios, a semejanza de los seres
vivos, se crean, crecen, se agotan y declinan, cumpliendo así el ciclo
existencial. Así ha ocurrido desde la antigüedad hasta nuestros días. La Iª
Guerra Mundial borró un buen número de ellos, y tras la IIª, el único que
sobrevivió y alcanzó el máximo poderío fue Estados Unidos de América.
Existen serios indicios de que este imperio
se encuentra en fase de declive relativo, no como en otros casos, por efecto de
una derrota militar irreparable, una especie de Armagedon, sino por el
fortalecimiento de otras naciones que por crecer a un ritmo mucho más rápido se
convirtieron en competidores de la hegemonía mundial.
Al iniciarse la posguerra en 1945, EE.UU., que
no fue escenario en su territorio de ninguna batalla, tenía un PIB del 45%
frente al 23% que representa en la actualidad. Exponente máximo de su
supremacía era el monopolio del arma atómica cuyos efectos letales
experimentaron las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki en agosto del
citado año.
Pronto, sin embargo, comenzó a perder esa
privilegiada posición al explosionar la primera bomba atómica la Unión
Soviética. Ello supuso el comienzo de la guerra fría que enfrentó a las
entonces únicas superpotencias que, si no colisionaron se debió a la estrategia
de la destrucción mutua asegurada que supondría para ambas el empleo del arma
nuclear.
Desde entonces, una serie de aventuras
bélicas desafortunadas han jalonado el camino de la decadencia norteamericana.
Corea, Vietnam, Irak y Afganistán son los nombres de otros tantos fracasos
estratégicos que culminaron con sendas retiradas con más pena que gloria, sin
contar las humillaciones sufridas en Líbano y Somalia.
Al deterioro progresivo de la posición
hegemónica contribuye el crecimiento económico y político de otros
protagonistas de nuevas naciones emergentes, y de forma destacada China e India,
que progresan a tasas muy superiores y cuyo peso demográfico es cuatro veces
mayor que el estadounidense,. Las dos potencias asiáticas están llamadas a
corto plazo a ser las más directas competidoras de la hegemonía norteamericana.
Estados Unidos cuenta con poderosos
instrumentos que ralentizan su decadencia. Uno de estos factores se relaciona
con la ciencia. Posee los mejores laboratorios, tanto civiles como militares,
sean públicos o privados, en los que trabajan sabios de primera línea, muchos
de ellos premiados con el Nobel.
Cuenta prácticamente con el monopolio
mundial de la evaluación de riesgos (rating) ejercido por tres compañías
(Standard and Poors, Moodys y Fitch). Posición similar ostentan cuatro
sociedades dedicadas a la auditoría (KPMG, Ernest and Young, Deloitte y PWC).
Las principales empresas tecnológicas de ámbito
mundial tienen también su sede en EE.UU. Son Apple, Microsoft, Facebook, Google
y Amazon. Todos estos agentes son factores del llamado poder blando que ejercen
una influencia superior a la del ejército, y además no gravan a los
contribuyentes. Al contrario, crean empleo y producen ingresos a Hacienda.
No se trata de que el país deje de ser un
protagonista importante en el concierto internacional, sino que dejará de ser
“primus inter pares” como ahora. Cada vez más, habrá de negociar sus decisiones
con otras potencias. Esto significa que habremos pasado de un mundo monopolar a
otro multipolar. Ahí radica el interés del cambio que se está produciendo ante
nuestros ojos. Como se desarrollará la transición es algo que no podemos
predecir, como tampoco si el nuevo “statu quo” traerá una era de paz o será
causa de una mayor inestabilidad. A los ciudadanos nos queda el papel de
observadores de la competición en el nuevo orden que se está generando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario