lunes, 11 de noviembre de 2013

Árabes y judíos



    Según relata la Biblia en el Génesis, los primitivos israelitas habitaban en el valle del Éufrates (actual Irak). Allí nació en fecha imprecisa comprendida entre 2165 y 2000 antes de Cristo el patriarca Abraham (Ibrahim en árabe), descendiente de Noé, personajes ambos de notoria importancia en la historia del pueblo judío.
    Siempre según la Biblia, Abraham que desesperaba de tener descendencia con su esposa Sara, tuvo antes un hijo con su esclava Agar, llamado Ismael. Cuando ya tenía 99 años de edad, Dios, que todo lo puede, le prometió que procrearía un hijo con su esposa al que llamaría Isaac, como así ocurrió. De él descenderían los judíos y de Ismael los árabes. Ambos son, por tanto, ramas de un mismo tronco, integrantes de la etnia semita, de Sem, el primogénito de Noé.
    Por entonces Yaveh, el dios del Antiguo Testamento, mantenía frecuentes coloquios con el Patriarca y no solo le dio hijos sino que le asignó tareas a desarrollar, y la primera debió ser poner a prueba su fe. A tal efecto le ordenó sacrificar a Isaac, mas cuando ya estaba a punto de cumplir los deseos divinos, recibió contraorden y su hijo se salvó de perecer. Abraham  no solo aseguró la continuación de su estirpe sino que recibió otro encargo: conducir a su pueblo a un nuevo territorio llamado Canaan situado entre el mar Mediterráneo y el río Jordán, habitado a la sazón por descendientes de amorreos, hicsos y amurritas, antecesores de los palestinos.
     Vencidos los cananeos, los judíos consideran su nueva patria como la Tierra Prometida que les pertenece por derecho divino. Allí residieron hasta el año 70 de nuestra era en que el emperador Vespasiano reprimió duramente un levantamiento, arrasó el templo de Salomón y deportó a los hebreos que se extendieron por todo el mundo, dando lugar a lo que se llamó la Diáspora, sin renunciar por ello a retornar algún día.
    Como resultado, los cananeos se hicieron dueños del país sin formar un Estado independiente. En el siglo VIII se convirtieron al islamismo y formaron parte del imperio otomano hasta que en el siglo XX, tras la II Gran Guerra, el territorio quedó bajo administración británica.
    Desde principios de dicha centuria, se inició la inmigración judía que se fue afirmando con la compra de tierras a los palestinos, y con la derrota de la Alemania nazi que habían asesinado a seis millones de judíos, estos comenzaron a llegar  en masa con el propósito de fundar  un Estado propios donde sentirse seguros, lo cual implicó, primero la compra de tierras, y después la expulsión de los palestinos con la consiguiente oposición armada. En 1947, Naciones Unidas, buscando un arreglo, propuso la división del país en dos Estados entre israelíes y palestinos, pero estos últimos se negaron a aceptar el plan, quedando de manifiesto  la imposibilidad de convivir en paz con el nuevo Estado.
    Una coalición árabe formada por Siria, Jordania y Egipto atacó por tres veces, en 1948, 1967 y 1973 a Israel y todos ellos terminaron son sendas derrotas, gracias a la ayuda incondicional de Estados Unidos.
    Desde entonces se han sucedido los intentos de alcanzar un acuerdo, sin que las negociaciones tuvieran éxito. El último, patrocinado por el secretario de Estado norteamericano John Kerry, se inició en el presente mes de setiembre y hay que rebosar optimismo para abrigar la esperanza de que llegue a buen puerto.
    Pese al supuesto parentesco que les une, la hostilidad que se profesan hace punto menos que imposible cualquier tipo de entendimiento, y por ello el conflicto seguirá en la agenda de la ONU siendo el litigio más antiguo. Demasiado complejo, demasiados intereses en juego para hallar una solución que pueda satisfacer a las dos partes directamente implicadas y a sus padrinos. El escenario seguirá siendo un barril de pólvora que amenaza incendiar la región.
    Nos hallamos en un lugar que es santo tres veces y está lleno de símbolos de las tres religiones, concentrados en la ciudad de Jerusalén. Los judíos tienen allí las ruinas del templo de Salomón en donde los creyentes piden a Yaveh sus deseos escritos en papeles que esconden en las ranuras de las piedras. Para los cristianos fue donde predicó y fue crucificado Jesucristo y el templo del Santo Sepulcro es el principal monumento representativo. Finalmente, para los musulmanes fue la ciudad desde donde el profeta Mahoma ascendió al cielo y han edificado dos grandes mezquitas llamadas El Aqsa y La Roca. Los tres credos aseguran ser depositarios exclusivos de la Verdad y como la Verdad es única, no puede repartirse. De ahí que cada religión vea a las otras como falsas, y en muchas ocasiones, como enemigas. Y todo ello a pesar de que las tres predican la paz, el amor y el perdón.

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